Uno de los efectos mas perniciosos del llamado periodo neoliberal es la instauración de un pensamiento que todo lo ve a través de la mercantilización, es decir, que a todo le ve cara de mercancía. Desde los años ochenta aprendimos a ver que todas las cosas, incluidos los vínculos sociales, podían ser evaluados desde criterios de rentabilidad económica. La naturaleza se convirtió en “recursos naturales” y los trabajadores en “recursos humanos”, los ciudadanos en “consumidores” y así diciendo. De pronto, a partir de los años ochenta nos enterábamos de la existencia de un mercado global del que no formábamos parte.
Los que nos iluminaron al respecto, empezando por Miguel de la Madrid, habían dejado de ser aldeanos, habían salido a conocer el primer mundo mediante sus estudios en las mas prestigiadas universidades norteamericanas. Regresaron convertidos en tecnócratas, convencidos de que el mercado global era una realidad de la que podíamos formar parte. Había un lugar reservado para nosotros como vendedores de materias primas, o como receptores de inversiones internacionales que utilizarían la riqueza país del país y la baratísima mano de obra nacional. Nos pusimos en ganga. Nos pusimos en barata que fue aprovechada por algunos capitales que, en efecto, se invirtieron en nuestro país, pero en áreas y actividades rentables. El resultado fue que algunas regiones se sobredesarrollaron, las menos, y otras, las más, se condenaron al subdesarrollo. Las desigualdades regionales eran la expresión de las desigualdades sociales ya existentes pero que ahora se profundizaron.
El agua se embotelló y se convirtió en mercancía. De ese modo se naturalizó la conversión de un recurso natural en un objeto de compra-venta. La gestión estatal del agua abrió las puertas a la posibilidad de una gestión mercantil, con todo lo que ello implica. Por ejemplo, que solo la pueda consumir quien la pueda pagar. El agua como expresión de la desigualad que genera el mercado y que no atenúa el Estado.
Sin embargo, la visión neoliberal o ultra individual trajo consigo la propuesta del respeto a los derechos humanos, la idea de que para tener consumidores habría que garantizar a estos un mínimo de derechos. Uno de ellos es el derecho humano al agua, reconocido como tal por la Organización de las Naciones Unidas cuando establece que el derecho humano al agua significa “disponer de agua suficiente, salubre, aceptable, asequible para el uso personal y doméstico. Y desde 2012 es un derecho humano establecido en la Constitución General de los Estados Unidos Mexicanos, misma que establece la obligación del Estado mexicano de garantizar ese derecho, cosa que se hace a través de los organismos operadores que operan bajo la administración del municipio.
Para el caso de Torreón el organismo operador es SIMAS, una entidad que suele tener malos resultados administrativos, algo que ahora se utiliza como pretexto para exigir que dicho servicio se privatice. Quienes impulsan esta propuesta están lejos de ver el agua como un derecho humano y, más bien, le ven cara de mercancía. SIMAS aparece así como una estupenda oportunidad de hacer negocios, aunque ello implique la posibilidad de que se queden sin el vital líquido quienes no tendrían para comprarla a precio de mercado.
No es la primera vez que se habla de la privatización y no será la última ocasión en que la sociedad torreonense defienda el derecho al agua, aunque habrá que estar alerta porque también en el gobierno hay quienes están interesados en que sea la iniciativa privada la que maneje dicho servicio. Hay que recordarles que el agua es un derecho, no una mercancía.