Porque la noche es triste y Tacha era sola
Tuvo que hacer su lucha de bar en bar
Con su boquita pintada de teibolera
En la cantina en una mesa subió a cantar
(Corrido de Tacha la teibolera. Canción de Lila Downs.)
A partir de los años 40 y hasta los 80s del siglo pasado, la Fundación Rockefeller otorgó a México el Programa de Becas en Ciencias Agrícolas con el que se buscaba lo que para los norteamericanos significaba la modernización de nuestro país, específicamente en lo relativo a las formas de hacer producir la tierra. Al igual que en otros aspectos de la vida social mexicana, se trataba de abandonar ese México bucólico que había hecho una revolución, justamente para modernizar las formas de relacionarse los seres humanos con la tierra y entre ellos, formas que, en lo fundamental, eran relaciones mercantiles. Al poco tiempo la “modernizada” forma de agricultura impulsada por la fundación Rockefeller obtuvo su cosecha más importante: la Revolución verde. Mecanización y artificialización de la agricultura que desplazaron a los saberes acumulados durante siglos por los campesinos mexicanos para ceder su lugar a fórmulas químicas convertidas en fertilizantes, insecticidas y herbicidas que, ciertamente, aumentaron drásticamente la productividad de la tierra, a cambio de acabar con su fertilidad natural.
Desde antes, los propios mexicanos soñaban con variadas ideas de “modernización”, desde el afrancesamiento que Porfirio Díaz imprimió a su idea de desarrollo, hasta la potente influencia norteamericana que seducía con productos e ideas a quienes buscaban un nuevo rostro para el país. Con el triunfo de la Revolución de 1910 llegaron nuevas reglas, nuevas ideas convertidas en leyes e instituciones plasmadas en la Constitución de 1917. A mediados del siglo pasado, el crecimiento de las ciudades convirtió campesinos en obreros y trajo nuevas formas de relacionarse, incluyendo cambios en las relaciones familiares, particularmente en lo referente a las relaciones de hombres y mujeres.
En el México rural la cantina era el espacio típicamente masculino, donde los tragos de tequila y la música ranchera amenizaban el cultivo de la masculinidad en su versión mas machista. Es cierto que ahí también había lugar para la presencia femenina, pero siempre subordinada, cosificada. En el México urbano la cantina pervive, reproduciendo las mismas formas de relacionarse entre hombres y mujeres. La novedad es que aparece el cabaret, formato que mantiene la estructura de la cantina como lugar para bebedores masculinos, pero que incorpora la presencia femenina, no solamente en el rol de meseras o de ficheras, sino como parte central de espectáculos nudistas. Así, adquiría la mujer un rol de centralidad en un espacio más machista que masculino.
Pero también ahí, en el antro de los años treinta y cuarenta, reinaba la idea de la aspiración a la modernidad, entendida como lo contario (y superior) a lo rural, por eso las bailarinas que con escasas prendas ofrecían sus espectáculos de baile (a veces de canto), portaban nombres extraños, que sonaran extranjeros, al igual que sus danzas. Mientras más lejano pareciera su origen, mas cerca de la modernidad se sentían los parroquianos. Vida nocturna era sinónimo de urbanidad, de modernidad y eso es lo que caracterizó durante muchos años a la ciudad de México, espejo en el que muchas otras ciudades mexicanas han intentado verse.
La dura vida en la fábrica tenía su correspondencia en los cabarets de ciudades que se esforzaban por dejar su fisonomía rural, ofreciendo una vida de rudo trabajo fabril con fines de semana de nocturnidad cabaretera. Fábrica y cabaret, las dos caras de la urbanidad mexicana.