En el susurro del alba, un hombre muy sencillo labra la tierra con manos de arcilla. El sol acaricia las montañas dormidas y, en cada surco, siembra de su vida, el campo es parte de sueños y también de miedos.
Va hacia la capital, guiado por la fe a la morenita del Tepeyac, no sabe de letras.
La urbe lo envuelve en caos y desprecio en rostros fugaces no halla consuelo, en el tren de la vida llena sombras. Con lágrimas dulces y rezos sinceros, a su madre divina alza sus ruegos, llévame al hogar con mis manos vacías, que con el fruto del campo les doy de comer a mis hijos.
Los pasos lo llevan hacia ella cansados y herido de sus pies, el hambre y la sed se hacen su abrigo. Un hombre lo mira, en sus ojos el eco de un alma quebrada que encuentra un reflejo. Y le dice: hermano guadalupano ¡levántate!, que en tu fe encuentro la luz que me guía en mi propio destino.
Cada 12 diciembre, regresan los pasos, la basílica canta con fervor intactos, dos familias unidas por manos divinas, que en la adversidad hallaron la vida.
Y así nos recuerda el humilde labriego, que en la fe sincera se encuentra el sosiego, que el mundo es más dulce si en cada jornada, sembramos la mano, la luz y la calma.