Desde finales del sexenio de López Portillo se anunciaba el fin del llamado Estado de Bienestar, el pacto social que no impedía la explotación capitalista pero que le imponía límites. No era que de verdad le preocuparan los trabajadores, pero el Estado mexicano era producto de una Revolución y lo que menos deseaba era recrear las condiciones para un nuevo movimiento revolucionario. La gestión de los conflictos entre clases sociales era más sencilla si se mantenía dentro de ciertos límites.
Sin embargo, la crisis capitalista de los años 80 no encontró mejor salida que el asalto a los bienes y derechos conquistados por los trabajadores durante décadas de lucha. Los salarios, las condiciones de trabajo, la seguridad social y hasta los ahorros, todo fue confiscado por el capital a través de un nuevo tipo de Estado, el neoliberal, que ahora sí, sin límites políticos, económicos o culturales impuso un nuevo pacto social que, bajo esquemas de salvaje explotación, dejó en condiciones de extrema pauperización a la clase trabajadora. Para ello fue necesaria la desaparición, o al menos el extremo debilitamiento de las organizaciones sindicales.
En todo occidente, tanto en países centrales como periféricos, se desprestigió a los sindicatos, al grado de convertirlos en meros membretes o en instrumentos de control patronal y gubernamental. Una de las consecuencias fue la creciente pérdida en las capacidades para incrementar la productividad, justamente porque lo que más se ofertaba al capital extranjero era una mano de obra dócil, desarticulada y empobrecida, dispuesta a trabajar por los más miserables salarios. Las ganancias fincadas en la pobreza de los trabajadores constituían el atractivo para que la inversión extranjera se instalara en nuestro país.
El Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá abrió muchas puertas para la modernización forzada de nuestra economía, pero sin tocar las relaciones laborales. Esta situación ponía en desventaja a nuestros socios comerciales ya que ellos pagan salarios mucho más altos que los que se pagan en nuestro país. Esto ocasionó múltiples quejas que, finalmente, se convirtieron en nuevas reglas incluidas en la última versión del tratado conocido como T-MEC aprobado desde julio de 1919.
Uno de los apartados de este nuevo convenio es justamente el llamado Capítulo 23, mismo que trata específicamente de los derechos de los trabajadores mexicanos. En esa parte del Tratado, México se compromete a respetar la libertad de asociación sindical y de negociación colectiva; la eliminación de trabajo forzoso u obligatorio; la discriminación en materia de empleo; la abolición del trabajo infantil; y la regulación de salarios mínimos y horas laborales, así como la seguridad y la salud en el trabajo.
La parte más interesante es que no son solo palabras o papeles firmados, sino que el Tratado incluye mecanismos sencillos y de muy fácil acceso para que los trabajadores exijan el cumplimiento de lo ahí pactado. Uno de ellos es el llamado Mecanismo de Respuesta Rápida que consiste en denunciar ante la autoridad norteamericana, si la nacional no hace su trabajo, cualquier intento por afectar los derechos de los trabajadores respecto a su sindicato o en lo relacionado al contrato colectivo de trabajo. En otras palabras, si algún trabajador denuncia desconocimiento sobre sus condiciones laborales pactadas en un contrato colectivo, de inmediato el INE está obligado a hacer una consulta entre los trabajadores de esa fábrica para que ellos decidan si aprueban o desaprueban dicho contrato.
Y si lo desaprueban, ese contrato pierde validez inmediatamente y, por tanto, el sindicato será también puesto a consulta para ver si los trabajadores quieren continuar afiliados o cambiar de organización sindical.