Casi, casi hermanados por la geografía y por la historia, Estados Unidos y México siguen enfrentando la incómoda relación que están obligados a tener. Más allá de los deseos de los gobiernos y pueblos de ambos países, están condenados a vivir cada uno sufriendo las consecuencias de lo que decide el otro. Como en toda relación, nada de lo que uno haga puede dejar de afectar al otro, ya sea en mayor o menor grado.
Particularmente en temas económicos y ahora en cuestiones de seguridad pública, los roces se vuelven cada vez más cotidianos. Sobre todo, ahora que nuestro gobierno ha decidido dejar completamente en manos norteamericanas la gestión de la vecindad. Este, en términos económico ha dado resultado que, por primera vez en muchos años, los resfriados en la economía estadounidense no se reflejen en pulmonía en la economía mexicana. La relación sigue siendo muy estrecha, pero la autoridad mexicana tiene ahora un margen de acción mayor de lo que usualmente ha tenido. La fortaleza del peso mexicano es una muestra de esa relativa autonomía.
En lo que se refiere al narcotráfico, actividad en la que nos toca ser lugar de paso para las drogas que consumen los norteamericanos, y lugar de destino de las armas con la que los cárteles defienden y expanden sus territorios, las cosas se han complicado desde el inicio de la actual administración mexicana. De pronto nos dimos cuenta de que la Administración de Control de Drogas (DEA siglas por su denominación en inglés), simple y sencillamente no siempre compartía la información con sus contrapartes mexicanos y no siempre, para decirlo de algún modo, se mantenía al margen de las operaciones contra alguno de los cárteles mexicanos.
Y decimos que las cosas se complicaron a partir de la detención en Estados Unidos, por orden de la DEA, del General Salvador Cienfuegos, extitular de la Secretaría de la Defensa Nacional. Tal detención se consideró un agravio intolerable para la cúpula del ejército mexicano que exigió, y obtuvo, el compromiso del presidente López Obrador para presionar hasta obtener la liberación del General.
En este conflicto la DEA salió perdiendo, no solo porque fue evidenciado su cuestionable papel en territorio mexicano sino porque perdió la enorme capacidad de maniobra que había obtenido por las concesiones que le hizo el gobierno de Felipe Calderón, según lo expone el académico Pérez Ricart en su libro “Cien años de espías y drogas”. En ese texto se menciona la participación directa del entonces embajador norteamericano Carlos Pascual en la toma de decisiones sobre operaciones antinarcóticos relevantes, además de la cotidiana participación injerencista de los agentes de la DEA en acciones que, por ley, solo conciernen a los mexicanos.
Lejos estábamos de limar asperezas con la citada agencia antidrogas cuando sucede el desafortunado y confuso incidente en el que pierden la vida dos de cuatro ciudadanos norteamericanos en Matamoros, Tamaulipas, ciudad a la que habían ingresado “para comprar medicamentos”, aunque luego la prensa publicaría información respecto a que los norteamericanos agredidos tienen antecedentes penales relacionados con el tráfico de estupefacientes. La tormenta perfecta en el momento perfecto para que los norteamericanos aumenten la presión contra el gobierno mexicanos al que acusan de “no hacer lo suficiente” para el combate al narcotráfico, especialmente el mercadeo de fentanilo.
Lo anterior en medio de las controversias dentro del T-MEC en torno a los energéticos y a las compras que hace el gobierno mexicano de maíz transgénico. La vecindad entre ambos países parece estar en un proceso de reestructuración que genera, por lo menos, incertidumbre. Una nueva vecindad se está cocinando.