POR: MIGUEL ÁNGEL SAUCEDO L.
El pasado mes de junio el Instituto Belisario Domínguez nos decía, en su informe “Historia, retos de mejora y cifras del registro de personas desaparecidas”, que Torreón ocupaba el primer lugar en Coahuila en cuanto al número de desapariciones forzadas. Respecto del país en general, nuestra ciudad se ubicaba en el lugar número 11 de la lista de ciudades en las que más gente desaparecía sin dejar rastro.
El citado informe presentaba la información sobre secuestros o desapariciones forzadas ocurridas entre los años 2000 y 2017, y en él aparecía nuestra ciudad con el reporte de 543 casos de un total de mil 743 personas desaparecidas en ese lapso en Coahuila. La situación no parece haber mejorado, ni siquiera o a pesar dé, el cambio de administración en el gobierno federal. En realidad, parece haber empeorado. El hecho de que existan 10 ciudades en peores circunstancias que Torreón no es, por supuesto, ningún consuelo.
Mientras tanto la pacificación prometida no llega. La propuesta de “abrazos en lugar de balazos” no disminuye el ritmo de muertes ni el de desapariciones. La violencia vinculada al narcotráfico parece haberle tomado, muy rápidamente, la medida a la Cuarta Transformación. Las “mañaneras” marcan la agenda política pero no conjuran la violencia. La Guardia nacional tampoco. Las instituciones que intentan sustituir a las que fueron mandadas al diablo todavía no pueden presentar los resultados prometidos.
El “pueblo bueno” poco puede hacer por sus muertos, excepto llorarlos. Pero por sus desaparecidos puede hacer más, y lo hace. Busca a sus familiares, primero de manera un tanto desordenada, confiando en instituciones que, en realidad, fueron diseñadas para controlarlos, acotarlos, mediatizarlos. La gente busca a sus desaparecidos y encuentra corporaciones policiales compradas o subordinadas al narco. Gente que descubre que su mayor fortaleza está en aquellos otros que también buscan a sus familiares y no tanto en las instituciones que, presuntamente, están a su servicio y que en realidad sirven a intereses muy particulares.
La gente se organiza para hacer la búsqueda que no realiza el gobierno (por incapacidad o colusión) y, en ese proceso, la gente se descubre a sí misma. Y fortalece su organización. Grita y reclama, exige, de manera organizada. Por eso los resultados de las búsquedas dirigidas por los familiares de desaparecidos son mayores y mejores que los resultados obtenidos por las instancias gubernamentales.
No solamente encuentran desaparecidos (vivos o muertos), sino que descubren los enormes faltantes que tiene la institucionalidad estatal y social, y entonces crean sus propios organismos, ya sea para hacer aquello en lo que el gobierno se ha mostrado incapaz, o para presionar a fin de que las instancias gubernamentales desplieguen las capacidades que no han podido desarrollar. Así han obligado al gobierno a crear agencias que antes no existían, o los han obligado a capacitarse en áreas que antes les eran ajenas.
Poco a poco, las organizaciones de familiares de desaparecidos evolucionan, se transforman. En lo formal transitan de colectivos informales hacia la constitución de asociaciones civiles, en la búsqueda de una personalidad jurídica que mejore su capacidad de interlocución con el Estado y con la sociedad. También han tenido que desarrollar nuevas habilidades, no sólo para distinguir un trozo de hueso humano de otros que no lo son, o para reconocer un terreno en el que hay mayores probabilidades de encontrar restos de algún desaparecido, sino que también han tenido que conocer rudimentos de medicina forense y algo de técnica jurídica para proponer políticas públicas que, de hecho, se han traducido en nuevos instrumentos jurídicos y en nuevas acciones de gobierno y sociedad.