En lugar de mostrar que hay una lucha irreconciliable (oligarquía vs pueblo, capital vs trabajo), se plantea un falso equilibrio donde todos polarizan, todos censuran, todos son corruptos, todos son violentos.
Fernando Buen Abad D.
Los años sesenta del siglo pasado, sobre todo a finales de esa década, sucedieron coas muy interesantes. Algunos de esos sucesos tenían en común el cambio en la forma de percibir la forma de relacionarnos, tanto entre individuos como entre naciones. Hasta entonces se había naturalizado la percepción de un mundo capitalista, fincado en la explotación como algo natural, como si la naturaleza humana fuera consubstancialmente egoísta y agresiva con el prójimo.
Pero algo empezó a cambiar, estructuralmente aparecen los jóvenes como actor social, con sus inquietudes, sus inconformidades y, sobre todo, con su disposición a la movilización para expresarse. Lo mismo en la cultura que en la política los jóvenes se hicieron presentes con una nueva manera de ver el mundo y de verse a sí mismos. Por ejemplo, el pelo largo en los varones norteamericanos como una forma de ser joven, imagen totalmente diferente a la del chaval que lucía su corte militar. Imagen, esta última que simbolizaba al “muchacho bueno”, el dispuesto a morir por su patria combatiendo el comunismo en Vietnam. En México, esa misma imagen es la que glorificaba el gobierno echeverrista cuando acusaba de comunistas a los estudiantes que se movilizaron en el 68.
La lucha por la imagen es, a final de cuentas la lucha por la narrativa, la lucha por el sentido. La derecha lo ha sabido desde siempre, pero lo ha refinado desde los años 80, justo desde que Margaret Thatcher aprendió de su maestro Friedrich Hayek que había que ganar la forma de interpretar la realidad, la manera de dotarla de sentido, por supuesto, un sentido de acuerdo con sus intereses.
De esa manera las crisis que caracterizan al capitalismo, endosadas invariablemente a los trabajadores, deberían ser asumidas también como naturales, como responsabilidad de los “recursos humanos” que o no trabajaban lo suficiente, o no se esforzaban o, simplemente, eran improductivos. La responsabilidad nunca estaba en la forma de organización social, siempre piramidal, siempre con unos cuantos en la cúspide sostenida por el trabajo de los más.
Para ello había que construir una nueva narrativa, la neoliberal, la que descansaba en cada individuo la responsabilidad de su situación. Eso permitió derechizar mas aun la institución estatal, lo cual se expresaba en una nueva legislación que, en lo esencial, le quitaba derechos a los trabajadores al tiempo que le asignaba nuevas responsabilidades, mientras que, por otro lado, asignaba recursos públicos a la inversión privada, remataba bienes estatales y transfería la propiedad social de los recursos naturales a la privatización.
Ahora es lo mismo, pero más refinado. Véase, por ejemplo, a Miley en Argentina, a Trump en Estados Unidos y lo que hizo Bolsonaro en Brasil: malbaratar la naturaleza, depreciar la mano de obra y saquear los presupuestos públicos. Todo en nombre de la ganancia, aunque a todo ello se le llame “acciones libertarias”, exactamente lo mismo que en México pregonan Salinas Pliego y muchos de los que ahora se atrincheran en eso que llaman “oposición”.
En México les funcionó durante muchos años, durante el periodo del prianismo neoliberal, construyendo un sentido común adverso a las necesidades comunes y contrario a los intereses de las mayorías. Con el discurso de la Solidaridad salinista inició la construcción de una forma de ver la vida sin conciencia crítica, un sentido común que percibía como innecesaria la organización popular.