La mejor columna política de La Laguna, por SinCensura®.
¿Estamos ante el umbral de la Tercera Guerra Mundial?
Estados Unidos no juega a la diplomacia cuando su seguridad está en juego, y menos si la amenaza huele a uranio enriquecido. Desde la sala de crisis de la Casa Blanca se respira tensión, mientras los radares militares apuntan al complejo subterráneo de Fordo, en el corazón de Irán, como si fuera el último aliento antes del estallido.
Y es que la situación ya no es un juego de declaraciones diplomáticas ni de condenas tibias en las Naciones Unidas. Lo de Medio Oriente es un polvorín encendido: Irán e Israel se atacan con misiles, drones y declaraciones que suenan más a ultimátum que a política exterior. Y en el centro, una potencia militar sin paralelo —Estados Unidos— con el dedo en el gatillo y la moral imperial bien afilada.
Donald Trump, ordenó la evacuación de ciudadanos norteamericanos de Teherán, abandonó el G7 con un portazo en Canadá y regresó a Washington a dictar estrategia militar. Su discurso no deja lugar a dudas: “Irán no debe tener armas nucleares. Punto”. Y si no hay acuerdo de desarme, habrá consecuencias. Letales.
Una bomba bajo tierra, un mundo al borde.
Fordo, el búnker iraní de más de 100 metros bajo tierra no es una planta de energía, es una provocación blindada. Solo una bomba “antibúnker” estadounidense podría destruirlo, y hay informes —clasificados, por ahora— que apuntan a que ese movimiento ya está sobre la mesa. El B-2, el bombardero invisible, ha sido movilizado. El guion está escrito. Solo falta que alguien diga: acción.
Los muertos ya se cuentan por centenas. Los mercados tiemblan. El petróleo vuelve a dispararse. Y el domo de hierro israelí, orgullo de la defensa antiaérea, ya no da abasto ante los embates iraníes. Misiles han caído en Tel Aviv, mientras Israel responde con precisión quirúrgica (y víctimas colaterales).
La prensa occidental no quiere llamarlo como es: una guerra en cámara lenta. Pero lo es. Y se acelera.
¿Y México, qué?
México, como siempre, en la orilla del conflicto… pero dentro del tablero.
Aunque en Palacio Nacional no lo digan en voz alta, una guerra en Medio Oriente afectará gravemente al país, desde el alza en los precios del petróleo y la gasolina, hasta el impacto en cadenas de suministro globales. Más aún, si se prolonga, Estados Unidos podría reactivar el reclutamiento de recursos estratégicos y personal técnico, arrastrando a sus vecinos —incluido México— a participar indirectamente en operaciones logísticas, de inteligencia o de contención migratoria.
No hay que olvidar que México es el tercer socio comercial de EE.UU., parte del T-MEC, y proveedor clave de componentes electrónicos, metalmecánicos y energéticos. Una guerra abierta trastocaría ese equilibrio. Y aunque los libros de historia nos digan que México fue neutral en las grandes guerras mundiales, el mundo de hoy no es el mismo. La neutralidad no es una opción cuando la economía depende del otro lado del muro.
Y en el ámbito geopolítico, México debería estar exigiendo espacios multilaterales para prevenir el conflicto, encabezando en América Latina una propuesta real de paz. Pero hoy, ni en la OEA ni en la CELAC ni en la ONU su voz se escucha con autoridad. La política exterior se ha vuelto una extensión del silencio presidencial.
¿Qué tan fuerte nos pegará? ¿Crisis o recesión? ¿Y qué responsabilidad tendrá el gobierno en el rumbo económico?
Primero lo negaron. Luego lo minimizaron. Hoy, aunque no lo digan en público, en Palacio Nacional y en el Banco de México ya admiten el diagnóstico: México está entrando en recesión.
Durante tres trimestres consecutivos el PIB ha ido en descenso: de un 3.9% en 2023 a un preocupante 0.6% en 2025. Y eso, en términos técnicos, se traduce como el umbral de una recesión.
Mientras el gobierno presume que México es la joya del nearshoring, los capitales comienzan a mirar con cautela. La inversión extranjera directa, que había crecido en 2023 a razón de 15.8% mensual, hoy decrece en más de 4%. No por falta de interés, sino por falta de certidumbre jurídica, infraestructura energética y garantías contractuales.
El gobierno presume crecimiento… pero los indicadores apuntan a otra cosa. Menos consumo, menos producción, menos exportaciones de vehículos. En otras palabras: la economía real ya se está encogiendo. Pero desde el atril de la mañanera todo se maquilla como “estabilidad”.
Inflación y empleo: la tormenta que viene desde dentro.
A esto se suma una presión inflacionaria que parece salir de control. La inflación ya rebasó el límite superior aceptado por Banxico (4%), y amenaza con escalar hacia una zona crítica en la segunda mitad del año si los precios internacionales de energéticos y alimentos siguen subiendo por la crisis en Medio Oriente.
Y ojo: la creación de empleo formal se ha desplomado casi 60% respecto al mismo periodo del año pasado. ¿Qué significa eso? Que el mercado laboral está estancado, que los nuevos graduados no encuentran oportunidades, y que los trabajadores informales seguirán creciendo en número… y en vulnerabilidad.
Trump: el factor externo… pero no el único culpable.
Muchos miran al norte para justificar el problema. Que si Trump regresó a la Casa Blanca, que si se avecinan conflictos arancelarios, que si el dólar se fortalece por las tensiones con Irán… pero nada de eso exime a México de su propia torpeza técnica.
La economía estadounidense, aún bajo Trump, se mantiene con consumo alto y empleo fuerte. México, en cambio, camina con pies de plomo, sin una reforma fiscal seria, sin inversión pública productiva y con una administración federal que confunde programas sociales con desarrollo estructural.
La pregunta que viene: ¿podrá Claudia Sheinbaum contener el vendaval?
La presidenta carga con una responsabilidad monumental: evitar que esta recesión se convierta en una crisis de gobernabilidad. Porque el problema ya no es económico… es político.
¿Cómo se moverá la 4T en los próximos meses? ¿Habrá viraje económico o más dogma? ¿Claudia tomará decisiones técnicas o continuará la línea ideológica de su antecesor?
No es López Obrador. Y nunca lo será.
A casi diez meses de haber asumido el poder, la presidenta ha querido gobernar como científica, pero en una realidad que exige liderazgo político. Y eso la ha puesto en una posición incómoda: no tiene enemigos claros, pero tampoco aliados leales.
Ni funge como jefa de Estado, ni actúa como jefa de partido. Es, en muchos sentidos, la CEO de una empresa pública donde las decisiones se toman más por cálculo tecnocrático que por instinto político. Y eso, en México, no necesariamente funciona.
Su gabinete es un Frankenstein político: nombres reciclados del obradorismo, cuotas partidistas para calmar tribus internas de Morena, y fichajes tecnócratas que intentan corregir desde la periferia lo que se decide desde el corazón del movimiento.
La paradoja es brutal: hay más capacidad técnica que con AMLO, pero menos cohesión política. Y eso convierte al gobierno en una maquinaria más burocrática que estratégica.
Los secretarios de Hacienda, Energía y Economía son competentes, pero operan bajo la sombra de un presidencialismo vertical que aún no se define: ¿Claudia manda o consulta? ¿Gobierna o administra el legado ajeno?
El estilo Sheinbaum: tecnocracia de perfil bajo.
El análisis es claro: Sheinbaum ha optado por una gobernanza de bajo perfil, evitando el choque frontal, privilegiando el dato, la métrica, la evidencia. Eso, en un país como Dinamarca, podría funcionar. En México, tierra de símbolos y emociones políticas, se interpreta como debilidad.
Las bombas heredan su cuenta regresiva: inseguridad, crisis energética, rezago educativo, pobreza estructural y un aparato público fatigado por años de centralismo y austeridad improductiva.
La sombra de López Obrador.
El problema no es que Claudia Sheinbaum gobierne diferente. El problema es que aún no gobierna.
López Obrador sigue marcando la línea discursiva desde la sombra. No desde la mañanera, pero sí desde el peso simbólico de un liderazgo que aún vive en los pueblos, los medios, las bancadas y los militares.
Ella, en cambio, aún no construye poder propio. No ha nombrado a su “operador político”, ni ha diseñado un “plan de nación” que no sea el remaster del sexenio anterior. La gran transformación ha perdido narrativa. Y sin narrativa, no hay legitimidad de futuro.
México: rumbo incierto en un contexto hostil.
Claudia Sheinbaum tiene seis meses más para definir si quiere ser estadista o simplemente una gestora de lo heredado. Porque si no se planta pronto, Morena empezará a desfondarse internamente. Y sus enemigos —los reales y los disfrazados— aprovecharán la fragilidad.
Manolo Jiménez: El gobernador que manda… y cumple.
En un país donde los gobernadores suelen ser meros operadores del centro o francotiradores electorales, Manolo Jiménez Salinas ha optado por algo inusual: gobernar.
A dieciocho meses de haber asumido la gubernatura de Coahuila, el exalcalde de Saltillo ya logró lo que muchos de sus colegas envidian en silencio: resultados concretos, liderazgo territorial y una aceptación ciudadana que lo coloca como el mejor gobernador del país, según la última medición de Statistical Research Corporation.
Y no es casualidad. Manolo no llegó a improvisar ni a aprender el cargo sobre la marcha. Venía desde hace años construyendo estructura, afinando equipo y cerrando filas. Sabía que, en política, se gana para mandar, no para agradecer favores. Por eso, no ha repartido cuotas al vacío ni se ha dejado amarrar por caprichos partidistas.
En otras palabras: entró gobernando.
Manolo ha combinado estrategia política, eficacia operativa y una narrativa de resultados que perfila a Coahuila como una de las entidades más estables, seguras y ordenadas del país.
Lejos del espectáculo, de la confrontación diaria y del populismo improvisado, Manolo ha elegido la vía menos transitada: gobernar en serio. Y le está funcionando.
Seguridad: blindar la casa primero.
En Coahuila hay una premisa simple que se ha vuelto doctrina: “sin seguridad no hay nada.”
Manolo no solo la repite. La ejecuta.
A diferencia de otros gobernadores que siguen culpando a la federación o a los gobiernos pasados, Jiménez Salinas reforzó el modelo coahuilense de seguridad, con controles territoriales, inteligencia operativa y presencia institucional efectiva.
Los indicadores lo respaldan: Coahuila es uno de los estados con menor incidencia delictiva del país, y su frontera norte —tan expuesta a la presión migratoria y al trasiego criminal— se mantiene en orden.
El gabinete y la operación: política de precisión.
Manolo Jiménez Salinas no armó su gobierno con compadrazgos ni con cuotas. Lo hizo como debe hacerse en política de alto nivel: colocando a perfiles con experiencia operativa y sentido institucional. En áreas clave como Infraestructura, Desarrollo Social, Finanzas, Salud y Seguridad, las decisiones se toman con datos, no con caprichos.
Su gabinete no es el más famoso, pero sí uno de los más eficaces. Hay secretarios que ya pasaron por la cancha municipal, otros por la operación federal, y varios con carrera en el servicio público. No hay improvisados ni estrellas fugaces.
Su operación política, además, no es escandalosa, pero sí precisa. Tiene presencia en todo el estado, controla el Congreso sin necesidad de confrontarlo, y mantiene una relación institucional firme, pero eficaz, con la federación.
Y su estilo de operación es quirúrgico: atiende el territorio, pero también cuida el tablero nacional. Dialoga con todos, pero no se subordina a nadie. No rompe con el centro, pero tampoco se arrodilla.
Manolo no se pelea con la 4T, pero tampoco la adula. Mantiene una relación institucional con Claudia Sheinbaum, incluso ha sido más eficaz en gestiones federales que varios morenistas… sin hacer ruido.
No hay conferencias mañaneras. No hay guerras verbales. Hay trabajo técnico, cercanía real con la gente y un mensaje constante de unidad y futuro.
Esa fórmula, hoy, lo tiene por encima de todos sus pares en nivel de aprobación ciudadana. Y lo más interesante: lo ha logrado sin confrontar, sin polarizar, sin improvisar. Gobernando como si la política fuera una profesión. El resultado: liderazgo ciudadano real, no virtual.
Mery Ayup: un poder judicial con peso propio.
Y uno de los factores clave de la estabilidad en Coahuila ha sido la relación estratégica con el Poder Judicial del Estado, encabezado por el magistrado presidente Miguel Felipe Mery Ayup.
Bajo su liderazgo, Coahuila logró el primer lugar nacional de participación ciudadana en las elecciones judiciales del pasado 1 de junio, consolidando así un modelo de justicia cercana, legítima y reconocida socialmente.
En un país donde el Poder Judicial suele estar ausente o subordinado, Coahuila ha construido una relación virtuosa entre gobierno y justicia.
Rumbo al segundo año: liderazgo con futuro.
En Palacio Nacional toman nota. En la oposición también. Porque si hay un gobernador con margen, respaldo popular, resultados comprobables y estructura operativa sólida, ese es Manolo Jiménez.
Y no lo dice una corazonada. Lo dicen las encuestas. Lo confirma el territorio. Y lo murmura la política nacional.
El tablero nacional lo observa.
Lo saben en el PAN. Lo saben en Morena. Lo saben en Palacio Nacional. Manolo Jiménez es más que un gobernador popular: es una carta nacional que empieza a madurar.
No por ocurrencia, sino por méritos. Tiene gestión, equipo, territorio, aprobación y discurso propio. No representa una nostalgia del PRI, sino una nueva generación de políticos ejecutivos, que saben que el país no necesita redentores, sino administradores del siglo XXI.
Y ojo: si en Morena se desdibuja el liderazgo central, y en la oposición no emerge una figura sólida… el norte puede volver a marcar el camino. Y en ese escenario, Manolo no necesita postularse. El sistema lo empujará.
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