No luchamos contra hombres,
luchamos contra un sistema corrupto
que ha infectado a nuestra sociedad.
Giovanni Falcone.
La idea que prevalece respecto a la delincuencia es la que asume que los seres humanos somos buenos, salvo excepciones, y que, por tanto, hay que hacer algo con esas “excepciones”. Lo implícito es que la forma en que estamos estructurados como sociedad es natural, es buena. Con esa concepción asumimos que la nuestra manera de ser, de comportarnos es esencialmente buena y que solo basta un marco legal que haga explícitos los límites a los que debemos ajustar nuestro comportamiento.
Sin embargo, lo que parece estar en cuestión es el significado del adjetivo “esencialmente buena” que aplicamos a nuestra estructura social, lo que nos permite preguntarnos ¿buena para quién?, es decir, ¿quién se beneficia y quien se perjudica en una sociedad que se organiza en clases sociales cada vez más lejos una de la otra? La realidad es que toda sociedad se autoclasifica de la mejor manera porque así tiende a reproducirse sin alterar su estructura. Por eso podemos hablar de problemas estructurales para diferenciarlos de problemas individuales, por eso podemos entender que la construcción de la individualidad es un asunto social.
De manera que la pobreza, la delincuencia, la enfermedad entre otras muchas situaciones, pueden ser rastreadas por sus características sociales, por la ubicación de quienes las incorporan (pobres, delincuentes, enfermos) en la estructura social. Frente las ideas que genera una sociedad para alimentar su propia imagen y, con ello, sus propias capacidades de autoreproducción, se requiere una visión diferente, que desnaturalice lo que en realidad tiene un origen social y no natural. Solo así podemos asumir la responsabilidad de lo que sucede entre nosotros. Sólo así podemos ver que la desigualdad es algo que debemos y podemos evitar o, por lo menos, mantener dentro de límites que hagan viable la vida en sociedad.
Dado que asumimos como natural el que alguien quede al margen del acceso al empleo y, por tanto, al ingreso, en esa misma medida asumimos que también es normal que existan quienes están fuera del acceso a la educación, al derecho a la salud, etc. Una sociedad dispareja, convencida de que la desigualdad es natural, solo puede seguir en la lógica de perpetuar y profundizar la disparidad en el acceso a las oportunidades de vivir mejor.
Para quien no ha tenido la posibilidad de acrecentar su capital cultural, es decir aquellos saberes que le permitirían un mejor desenvolvimiento en la sociedad, queda a merced de sus propios instintos, de su estado natural. Queda a merced de quien no le exige mas que la disposición de arriesgar la vida que, por lo demás, no parece tener un futuro promisorio. Por eso los anuncios que el crimen organizado difunde en internet para reclutar jóvenes que no tienen más vida que la precariedad, ni más futuro que la violencia y la muerte anticipada.
Ni les damos educación ni les ofrecemos empleo, los convertimos en “ninis” a quienes, además, culpamos de su precariedad, de su pobreza cultural que les impide participar en mejores condiciones en un sistema basado en la competición, en la lucha permanente por un espacio académico o laboral que les permita dignificar su existencia.
Es el sistema al que se refería Giovanni Falcone, aquel fiscal italiano al que le tocó encabezar el combate contra la mafia en su país, una organización criminal que se alimentaba de jóvenes marginados, crecidos en un medio social donde la violencia era el único mecanismo para obtener lo que querían o, simplemente, para sobrevivir.