Bien dicen que es más fácil cambiar estructuras institucionales que alterar estructuras de pensamiento. Es más fácil prohibir la venta de alimentos chatarra en las escuelas que dejar de consumirlos por decisión propia. Eso es justamente lo que está pasando desde que los gansitos y similares fueron expulsados de toda institución escolar, sea pública o privada, de educación básica o superior. Ahora resulta que aquellos cuya salud se quiere proteger son los primeros en exigir la derogación de la prohibición. Resaltan, sobre todo, algunas escuelas privadas y, dentro de éstas, destacan algunas de nivel superior, es decir, aquellas en las que los alumnos ya son mayores de edad.
La reacción de la industria alimentaria ha sido brutal, potente, a grado tal que, dice la revista Proceso, que en la SEP que comanda Mario Delgado están buscando la manera de revertir la expulsión de gansitos y refrescos de las escuelas del país. Esto significa que el Estado aún está lejos de ganar la batalla a los alimentos ultraprocesados en la escuela. De hecho, varias instituciones se ampararon contra la política “Vida saludable” que busca la protección a los infantes que, por cierto, son los más vulnerables ante la publicidad de dichos productos.
La misma presidenta Sheimbaum hizo referencia a los amparos concedidos por algunos jueces y deslizó la posibilidad de que algunas grandes empresas estén detrás de la reacción de las escuelas que solicitaron la protección de la justicia federal ante la prohibición que forma parte de “Vida saludable”. La batalla más dura, sin embargo, será por el rescate del paladar de los niños, e incluso de muchísimos adultos, que se encuentra secuestrado por una industria que busca afanosamente sus ganancias sin considerar los daños que ocasiona a la salud de los consumidores.
La batalla cultural será formidable porque ya existe una dependencia fisiológica hacia productos que contienen azúcares y sal en exceso. Alterar hábitos de consumo no será nada fácil cuando ya los consumidores han naturalizado comer y beber botanas y refrescos que dañan a la salud pero que, además, están diseñados para generar adicción más allá de los límites saludables.
Por eso una de las reacciones ha sido la de meter de contrabando a la escuela las frituras y refresco para autoconsumo de los niños o, incluso, para venderle a otros niños. Difícil será ara el gobierno ganar el espacio escolar, pero más difícil aún será rescatar el paladar de los ni{os y de sus padres cuando ha sido colonizado por sabores artificiales de los que ahora cuesta trabajo deshacerse.
Cambiar chatarra por alimentos saludables implica enfrentar, en primera instancia, la resistencia de los mismos consumidores y en segunda la de las empresas que los elaboran. Por eso no bastan las prohibiciones. Lo que se requiere, aparte de la regulación, es una reeducación alimentaria que informe acerca de los daños que ocasiona el consumo excesivo de ultraprocesados pero que, sobre todo, desarrolle nuevos hábitos de consumo junto con la práctica de actividades deportivas.
Solo así podrá controlarse, y no en el corto plazo, la epidemia de obesidad que afecta a nuestra población, especialmente la infantil con la consecuente afectación a la salud. Disminuir el consumo de refrescos implica una menos ingestión de glucosa lo que repercutirá en la disminución de enfermedades como las cardiovasculares, hipertensión o diabetes. Implica además reducir el consumo de ácido fosfórico que suele generar problemas renales.
Como uno de los mayores consumidores de refrescos (“veneno embotellado”, le llaman algunos), nuestro país tiene severos problemas de salud pública que urge revertir con una nueva cultura alimentaria.