Iniciamos abril con escuelas sin gansitos y sin la “chispa de la vida”, al igual que sin gorditas, burritos, churritos y botanas diversas que se han convertido en la dieta cotidiana de nuestros estudiantes, desde primaria hasta licenciatura. A las máquinas proveedoras de “jugos”, refrescos, así como las expendedoras de pastelillos y papas saladas les sacó la tarjeta roja el arbitro que, durante años, se negó a ser arbitro, la SEP y la Secretaría de Salud.
Los guardianes de la salud de nuestros niños, aquellos a los que les pagamos para que cuiden la salud infantil, por lo menos en la escuela, se dedicaron durante años a facilitar el envenenamiento de los escolares por parte de una industria dizque alimentaria que engrosó los cuerpos de niños y jóvenes al tiempo que abultaba sus cuentas bancarias. La iglesia en manos de Lutero, el Estado en poder de quienes asumen los negocios como actividades que no deben limitarse por nimiedades como la salud de los niños.
La libertad como posibilidad de vender lo que los consumidores (previamente convertidos en adictos a sales, azúcares y grasas en exceso) demandan, ha sido la justificación de quienes viven de la enfermedad causada por los productos que venden. Lo peor es que se cebaron en la población infantil, justo la más vulnerable, la que menos posibilidad tiene de defenderse por el escaso acceso a información y, sobre todo, por estar a merced de un mundo de adultos colonizado por la publicidad que ha convertido en alimento lo que, en estricto sentido, es causante de problemas cada vez más serios de salud pública.
Ellos enferman y las instituciones de salud pública intentan sanar, todo como parte de una lucha desigual donde el principal enemigo es la cultura gastronómica que, en realidad, es una anticultura. Es, como en muchos otros ámbitos de la vida social, la expresión de una ideología neoliberal que privilegia al mercado por encima de cualquier consideración ética. “Que la gente decida lo que quiera consumir” parecen decir, pero se olvidan mencionar que la libertad es algo inexistente en quienes poseen un paladar colonizado, un gusto construido por los creadores de sabores artificiales que se han vuelto en algo más atractivo que los sabores de las frutas naturales, por ejemplo.
De modo que se puede prohibir la venta de “alimentos chatarra” en las escuelas, pero ¿se puede prohibir que los padres de familia llenen la lonchera escolar con sodas, jugos y papitas saladas? La respuesta es no, pero eso nos conduce a quienes son los que deciden lo que consumen los niños, sus padres. Con ellos hay que hacer un trabajo que va más allá de prohibiciones y sanciones, una labor de información y formación. Proveerles la información científica que muestra lo peligroso de lo que compran a sus hijos, al tiempo en que se les oferta una manera alternativa de alimentación que, además, incluye la necesidad de la ejercitación física, podrá formar consumidores mejor informados y más críticos al recibir la grosera publicidad que coloniza el paladar.
Nada está decidido y todo está en juego aún. Es innegable que el Estado intenta recuperar su naturaleza como institución (chapucera y todo) reguladora o amortiguadora de la lucha de clases, pero también es cierto que la lucha por la escuela es, en realidad, la lucha por los paladares infantiles, una lucha que está muy lejos de ser ganada por el Estado. Apoyar a la familia como institución que protege la salud familiar puede, a su vez, potenciar y fortalecer a un Estado muy disminuido.