Arrancamos… Democracia y despotismo como formas de concebir al hombre. Del mismo modo que las ideas. y las doctrinas, las ideologías. políticas entrañan una concepción sobre el ser humano. La democracia, por ejemplo, que se apoya en el principio de la soberanía popular, funda la legitimidad del poder en el consentimiento de los gobernados, y éste, para darse, supone no sólo la libertad para ser emitido, sino, también, el sentido en que se da. Esto es, que el ciudadano que lo otorga, acepta o rechaza, de acuerdo con sus ideas, el sistema político en que vive, y es a él a quien incumbe decidir lo que conviene al cuerpo social, quién o quiénes deben gobernarlo, y cómo. Por esta razón, el voto electoral, el referéndum, el acatamiento voluntario de las normas jurídicas y aún la crítica, la protesta, la abstención electoral y el rechazo de las normas, son formas cívicas del consentimiento —o del disentimiento— político, gracias a las cuales se integra el plebiscito cotidiano en que recae la fuerza cohesiva de una Nación, por más que fluctúe de modo imponderable. En todo caso, la forma democrática de gobierno parte de la idea racional del ser humano, a quien compete decidir sobre su propio destino, de acuerdo con la orientación política que su participación imprima a la marcha de la sociedad. Por el contrario, toda forma totalitaria de gobierno indica un estrechamiento de los atributos que se le reconocen al ser huma-no. Como si éste hubiese perdido su dignidad y su valor, o su nota dominante fuese de mérito pobre cuando no de valor negativo. Por de pronto, es sintomático que los despotismos hayan tenido su apoyo en concepciones deleznables del ser humano, destacando siempre los aspectos negativos de su naturaleza, (egoísmo, debilidad, peligrosidad, maldad, etc.), y exhibiéndolo como una criatura incapaz de autocontrol. De este modo se ha pretendido justificar históricamente el cerco político en el que se le confina, arguyendo, en los casos extremos, que sólo se trata de controlar sus instintos e incluso evitar su destrucción. Dondequiera que ha surgido la forma totalitaria de gobierno, ha partido de una real o supuesta incompetencia popular para orientar al poder público, de manera que el déspota en turno sustituye y concentra en el ejercicio irrestricto del poder, la suma de voluntades abatidas o ineptas. De todas suertes, parece claro que dentro de esta forma de gobierno la escala de la valoración humana se simplifica en dos peldaños: el que corresponde a la dictadura, que aparece pleno de visión, y el de la masa sometida, a quien se supone cargada de torpeza irremediable. Sabido es que los grandes tiranos de la historia han guardado, desde Kreón hasta Hitler, un profundo desprecio hacia las masas populares, y que, en el lenguaje político empleado por los grandes demagogos de corte dictatorial, ha existido, atrás del halago con que se ha fanatizado a los pueblos, una evidente falta de respeto a la dignidad humana, demostrada por la forma irresponsable como se han manejado las ideas, los instintos sociales y el poder. El sólo hecho de que los sistemas totalitarios recurran con suma frecuencia a la exaltación de las bajas pasiones populares, como ocurrió con TRUMP, demuestra la baja estima en que tiene al ser humano.
MI VERDAD.- Otra de las formas deshumanizantes de las autocracias consiste en la ausencia de libertad para la manifestación de las ideas.