Hay una especie de ambigüedad inherente a la política,
de ahí que el problema muy difícil para los intelectuales
sea entrar en política sin convertirse en políticos.
Pierre Bourdieu
Finalmente nos encontramos en la fase final de intensas campañas políticas, tan desgastantes para los candidatos como para los votantes. Lejos de proponer caminos para que nuestro país transite a mejores situaciones, o de recoger las propuestas que la ciudadanía tiene también para mejorar, los partidos y sus candidatos se dedicaron a lanzar suciedad unos contra otros. Candidatos y seguidores los hubo que también insultaron a quienes se resisten a creer en su discurso.
Curiosa manera de pedir el voto cuando esto se hace con insultos y majaderías. Desde el fondo, lo que emerge es el profundo clasismo, aderezado con racismo, que la clase política (especialmente la derecha) siente por los votantes, seres a quienes les niegan la capacidad para tomar decisiones y, por tanto, para participar en procesos electorales sin que alguien los lleve de la mano y les diga por quien deben cruzar su voto.
Es parte del paternalismo con el que la sociedad mexicana se desarrolló desde que nos convertimos en una nación soberana. Tan difícil era entender esto de la soberanía y la democracia que hubo mexicanos que fueron, suplicantes, a conseguir un emperador europeo antes que aceptar la presidencia de un mexicano con raíces indígenas.
El síndrome de Maximiliano sigue afectando a buena parte de nuestra clase política. No entienden que “entrar en la modernidad” es algo más que firmar Tratados de Libre Comercio o desarrollar prácticas de consumo al estilo norteamericano. Lo mismo los que poseen el capital económico que aquellos que, se supone, pertenecen a la parte ilustrada de la oligarquía mexicana, (los intelectuales orgánicos) siguen sin entender que el ciudadano tiene derecho de equivocarse, pero también de corregir errores.
Siguen creyendo que si Fox (con todas las limitaciones que le caracterizan) pudo obtener el voto mayoritario en año 2000, lo mismo podría suceder con Xóchitl que no canta mal las rancheras en lo que a analfabetismo funcional se refiere.
Pero lo interesante, muy interesante es lo que sucede con los autollamados intelectuales, aquellos cuya actividad principal es pensar la sociedad, hurgar en su funcionamiento e imaginar que podría funcionar mejor. La sociedad ha invertido en ellos, en sus estudios en las mejores universidades, tanto nacionales como extranjeras para que adquieran y desarrollen conocimientos que luego pongan al servicio de esa sociedad que tan generosamente los apapachó, como diría Aguilar Camín.
Hoy la polarización se hace evidente también en el campo intelectual, algo de lo que también culpan a López Obrador, sobre todo aquellos que no vieron la polarización expresada en la exclusión o marginación de obreros, campesinos e indígenas cuando la economía de nuestro país crecía más rápido que la población. Esos intelectuales que ahora reclaman apapachos fueron incapaces ver la desigualdad que se profundizaba con el llamado “milagro mexicano” y más incapaces fueron de percibir que las desigualdades alcanzaron niveles insospechados cuando el proyecto neoliberal se hizo gobierno.
No pueden percibir la realidad porque la desigualdad los ubicó en una mejor posición social, a cambio, precisamente, de no ver la desigualdad, o de verla como algo natural. Una consecuencia lógica, según ellos, es que por ser intelectuales, son superiores y, por eso, merecen ocupar una posición superior en la escalera social. Se creen con derecho a una mayor rebanada del pastel socialmente elaborado, aunque no sean capaces de entender que este país puede funcionar sin ellos, pero no sin sus trabajadores, sus campesinos, sus indígenas.