Arrancamos… Detrás de las estructuras formales y vías institucionales para la conquista del poder, subyace una zona —menos visible— de relaciones, códigos, vínculos, rutas y mecanismos de ascenso por las intrincadas redes de la pirámide del mando público en México. En ese espacio escasamente explorado, los argumentos y capital para la promoción política no son la popularidad, ni los programas o argumentos, ni tampoco las dotes personales o alianzas circunstanciales. En esos círculos el patrimonio principal es la alcurnia, la casta, el abolengo y la estirpe. Se trata del derecho de sangre. El sistema político mexicano, en sus versiones sucesivas, ha consentido y hasta propiciado el encumbramiento de familias de diversa cepa o signo político, que han mantenido el dominio de zonas específicas del poder polí-tico, ya sea en regiones territoriales o en espacios institucionales, como las posiciones legislativas, gubernaturas y puestos de alto rango en la administración pública nacional. Se trata de troncos genealógicos, linajes, dinastías cuyo título, casa, nombre y apellido, que tras un proceso de consolidación de ellos les ha procurado posiciones de poder público, ayer en la estructura colonial, después en las formaciones políticas decimonónicas, en las aristocracias porfiristas, en la "familia revolucionaria" del régimen sostenido por la trilogía PNR-PRM-PRI y, finalmente, durante el periodo de pluralización de los últimos 40 años del siglo xx hasta la alternancia de partido en el Poder Ejecutivo. Estas estirpes han conseguido, en muchos casos, trascender esos inestables regímenes posteriores a la revolución de Independencia, los imperios de Iturbide y Maximiliano, la restauración republicana de los liberales, el Estado liberal oligárquico de Porfirio Díaz, los gobiernos posrevolucionarios del siglo XX, las renovaciones sexenales, la pluralización de las cámaras legislativas locales y federales, y la alternancia de partidos en alcaldías, gubernaturas y en la Presidencia de la República. Incluso algunas familias integrantes de la élite mexicana de principios del siglo XXI guardaron celosamente, a lo largo de cinco siglos, las referencias que aluden al origen de su tronco genealógico en la realeza precolombina, cómo es el caso de (los Moctezuma) prominentes funcionarios de gobiernos nacionales prístas y panistas. Práctica no escrita, difusa, silenciosa, la consideración del apellido como patrimonio heredable —esgrimible como capital político- cobró tal arraigo en la clase política mexicana a lo largo del siglo XX, que al principiar el tercer milenio el diseño institucional mexicano favorecía la fundación de partidos auténticamente familiares, por ejemplo: el Partido Verde Ecologista de México, de los González-Torres-Martínez Manatou. En los partidos mayores —PAN, PRI, PRD—, aunque formados por grupos de diverso orden y con existencias más o menos institucionales, también se generaron estirpes que construyeron cotos en sus organizaciones, con las que dotaron a su prole de candidaturas y, en su caso, a partir de ello se enlazaron a puestos de designación. En los albores del siglo xxI, dicha práctica se amplió y se potenció, hasta que las esposas de gobernadores y del mismo presidente de México reclamaron su derecho a heredar el poder del marido. (Martita la de Fox). MI VERDAD.- Entre las prácticas cerradas de sucesión de los tlatoanis y señores del poder, dos órdenes sociales se confundieron: aquel sin esperanzas de restaurarse, éste empeñado en la desaparición de aquel.