Consultor y Analista Internacional en Seguridad, Inteligencia y Defensa.
Presidente Nacional de la Fundación UNIDOS POR NUESTROS POLICÍAS
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Resolvía todos los casos que llegaban a sus manos. Su trayectoria le dio un lugar en la historia como uno de los policías con mejor fama de México. No había caso que no pudiera resolver. Una mañana, Quintana cruzó la frontera con Estados Unidos en busca de aventuras. Había nacido en Matamoros, Tamaulipas, en 1889 y acababa de terminar la escuela primaria. Llegó a Brownsville, Texas, donde trabajó como dependiente de una tienda de abarrotes. Acusado de robo, buscó las pruebas de su inocencia y entregó al verdadero culpable, un compañero suyo. Su primer caso resuelto. Se matriculó en la “Detectives School of America” con excelentes calificaciones para ingresar al Servicio Americano. Fue enviado en calidad de agente a Corpus Christi. La eficacia que demostró en sus primeros casos le valió el ascenso a comandante de grupo. Pero para aceptar el cargo debía renunciar a la nacionalidad mexicana. Prefirió dimitir al puesto. De vuelta a México, en 1917, entró a la Inspección General de Policía como gendarme comisionado. Entrevistado en abril de 1925, recordó su estancia en esa institución. “A fuerza de tenacidad logré ir escalando sucesivamente los puestos de auxiliar, agente de segunda, de primera, jefe de grupo, comandante de agentes y Jefe de las Comisiones de Seguridad”. El éxito en sus trabajos le valió la fama entre sus colegas y los habitantes de la Ciudad de México. Todos conocían su astucia. Cuando se retiró de la vida pública y se suscitaba algún crimen la gente solía decir: “¡Ah, si Quintana estuviera al frente de la Policía…! ¡Ah, si a Quintana le encomendaran este asunto para que lo investigara…! ¡Claro, los ladrones seguirán haciendo de las suyas, sin Quintana!” A principios de los años veinte la capital mexicana era pequeña. Todas las personas que pertenecían a un mismo gremio se conocían entre sí, los ladrones por ejemplo. A su vez, todos los gremios tenían un lugar específico de reunión. Esta circunstancia la aprovechó Quintana a la perfección para llevar a cabo sus investigaciones. De incógnito entraba a las cantinas de los barrios bajos para escuchar lo que platicaban los parroquianos. Asaltos, homicidios, secuestros, los mismos criminales confesaban al detective sus atracos sin realizarlos todavía. Cuando la capital comenzó a padecer sus primeros robos de automóviles, Quintana dejó un “forcito” a manera de carnada en una calle principal, sabiendo que los rateros llegarían por él. Lo encontró siguiendo la marca que dejó en el pavimento una pintura que había puesto en las llantas. Un día, Quintana recibió en su domicilio 87 periódicos, propiedad del magnate R. Hearts en los que se publicaba su biografía. Era un homenaje de la prensa norteamericana por el éxito obtenido en encontrar a Clara Phillips, “La tigresa del martillo”, una mujer que en Estados Unidos mató a la amante de su pareja a martillazos, huyendo después a México. En la capital se escondió en la casa de unos amigos, de la que escapó cundo supo que Quintana conocía su paradero. Fue a Guatemala y después a Honduras, donde fue detenida por orden del agente tamaulipeco. En marzo de 1925 la brillante imagen del detective más famoso de México se vio opacada por una denuncia que en su contra presentó, Víctor Castillo, alías “El raja pescuezos”. El interpelado le acusó de mandar matar a Teodoro Camarena, jefe de una banda de criminales capturada por Quintana cuatro años antes. El acusado se dejó aprehender. Confiaba que se haría justicia con él. De inmediato fue remitido a la cárcel de Belén, donde, según EL ILUSTRADO, había envido a cien mil criminales. Desde luego que se pensó que, estando en la misma prisión podría ser víctima de una venganza. Por eso fue encerrado en una celda aparte. Una semana más tarde fue liberado de la cárcel de Belén. Seis días después regresó a ella, acusado de corrupción en la confiscación de mil sombreros de Panamá que entraron a México de contrabando. Una vez más salió libre de todo cargo. Para entonces, Quintana ya había renunciado a su cargo en la Inspección de Policía. Se dedicaba a fabricar aguas gaseosas en su casa. El 17 de julio de 1928, Quintana fue llamado para investigar la identidad de un joven que se encontraba detenido en la Inspección. Había matado al presidente electo de México, Álvaro Obregón y lo único que se sabía de él era que sus iniciales eran J.L.T. En su celda, Quintana interrogó al joven, con la amabilidad (nada común entre sus colegas) que lo caracterizaba. Supo entonces que el detenido no se llamaba Juan, sino José, José de León Toral (como se puede observar en la foto principal de este texto). Un año después, en 1929, fue nombrado Inspector General de Policía del Distrito Federal por el Presidente Emilio Portes Gil. En el año que duró su gestión formó el Escuadrón Selecto para la vigilancia del Primer Cuadro, el Casino de Policía y la Policía Femenil, primera en el mundo de su tipo. Al concluir su periodo regresó a hacerse cargo del Bufete Nacional de Investigaciones que había fundado en 1926 y que se ubicaba en la Avenida de San Juan de Letrán. Al frente de su Bufete resolvió todos los casos que fueron puestos en sus manos hasta su muerte en 1969. Así descubrimos a uno de los mejores investigadores de México. Pronto conoceremos a grandes oficiales. Al tiempo…