Para un país como el nuestro, tan rico en tragedias y tan pobre en la manera de enfrentarlas, no queda sino encomendarse a Dios y a nosotros mismos. Así está el pueblo acapulqueño, desesperado buscando la manera de superar los efectos de un huracán que se llevó vidas, destruyó viviendas, incomunicó poblados a los que, a su vez, dejó sin energía eléctrica, agua potable, alimentos y atención médica.
Es cierto que era imprevisible la dimensión del huracán Otis, algo que tampoco pudo hacer el servicio meteorológico norteamericano, pero lo que también es cierto es que como sociedad y como gobierno seguimos reaccionando como si cada desastre natural fuera el primero, como si no hubiésemos aprendido nada de las catástrofes anteriores.
Es evidente que no se cuenta con un servicio profesional de protección civil, entrenado, permanentemente actualizado como si sucede con los cuerpos represivos, policiacos o militares. Sin embargo, las deficiencias en el ejercicio de la administración pública no son el objeto de este comentario. Lo que interesa poner a consideración es la modesta opinión de quién esto escribe acerca de las formas políticas con las que se hacen los señalamientos o se reportan culpas.
Más que expresar solidaridad y organizar ayuda, las expresiones de los diferentes actores sociales (partidistas o no) se han enfrascado en sacar raja política, buscando dañar la imagen de quién opina diferente para desacreditar la oferta de proyecto nacional que competirá con otras el próximo año electoral. Desgraciadamente los métodos usados son los más mezquinos, exhibiendo la mayor miseria humana de quienes critican sin proponer y, sobre todo, de quienes buscan culpar en lugar de cooperar.
Ciertamente habrá que deslindar responsabilidades, pero lo que ahora urge es hacer llegar la ayuda en alimentos, agua y medicinas, justo ahora que la rapiña pareciera la única posibilidad para enfrentar los daños que dejó Otis. A los medios, sobre todo los corporativos no tiene caso exigirles compasión o, por lo menos, mesura. Lo suyo, lo suyo es aprovechar la situación para ganar rating magnificando la tragedia (ya de por sí enorme), cobrando a unos por pegarle a otros. Ven el sufrimiento ajeno como una oportunidad para reclamar al gobierno el agravio de quitarles el chayote. Buscan el golpeteo en lugar de usar su poder tecnológico para poner en contacto a damnificados con sus familiares, lo cuál es particularmente lastimoso cuando Acapulco quedó totalmente incomunicado durante muchas horas, y lo poco que se sabía era gracias a los medios que no eran capaces de informar sin deformar.
Estamos en un país polarizado, dicen, lo cual no deja de ser verdad, pero no tanto porque tengamos opiniones encontradas, simplificadas por muchos en un anti o pro-AMLO. La polarización responde, mas bien, a la brecha que se convirtió en el abismo que separa a beneficiados (los menos), respecto de los damnificados (los más) de cuarenta años de neoliberalismo.
Mal hacemos en llamar “naturales” a los desastres como Otis pues, como dijo Rolando García, la naturaleza se declaró inocente. De modo que lo que se tiene que revisar es la forma en que estamos organizados como sociedad, lo cual, por supuesto incluye al gobierno, pero también a eso que se llama Iniciativa privada y, en general a la sociedad en su conjunto.
Las críticas son necesarias, hasta urgentes diríamos, pero sin zopilotear, sin usar el sufrimiento ajeno para golpetear a quien no piensa como nosotros. Los mal llamados desastres naturales, al igual que los conflictos sociales, han sido y seguirán siendo la oportunidad para exhibir los proyectos de sociedad que tienen los diferentes actores sociales.