Arrancamos… La historia de las conspiraciones contra el poder establecido es tan antigua como el ser humano. Si aceptamos la veracidad del relato bíblico del Génesis, la primera conspiración fue aquella en la que el mismo Satanás convenció a Eva — y, posteriormente, a Adán — para que se revelarán contra su gobernante, el propio Dios, mediante una sutil, demagógica y falsa propaganda. Según el relato mosaico, la promesa satánica de que podrían llegar a ser como dioses desestabilizó lo suficiente el statu quo como para que la pareja primigenia decidiera rebelarse contra su Creador. Como tantos seres enredados por la agitación conspiratoria, fueron los primeros en padecer el resultado de unas acciones que no revirtieron precisamente en beneficio suyo. Desde entonces la conspiración ha formado parte sustancial de buen número de las acciones políticas llevadas a cabo por el género humano, especialmente de aquellas encaminadas a hacerse con el poder. Desde las que pusieron fin a la vida de algunos faraones, como la que aparece reflejada en la Historia de Sinubé", al golpe de Dieciocho de Brumario de Napoleón Bonaparte, la conspiración ha sido una manera ilegal, pero, desde luego, muy reiterativa de llegar a asumir el poder, La implantación paulatina desde finales del siglo XVIII de distintos sistemas democráticos significó históricamente un golpe de consideración contra la variada estrategia conspirativa. Aunque la inmensa mayoría de las democracias fue implantada a partir de un proceso conspiratorio, su estabilización implicó la puesta en funcionamiento de unas reglas diferentes para el juego político. Durante los dos últimos siglos las democracias han demostrado históricamente distar mucho de la perfección, pero también han dejado de manifiesto que son muy superiores a cualquier otra forma de gobierno. Para empezar, y a diferencia de cualquier otro sistema político, la legitimidad de las democracias resulta incuestionable en la medida en que sus instituciones derivan de una voluntad popular libremente expresada en las urnas y no de una instancia supuestamente divina o carismática. Hasta qué punto este factor tiene una importancia moral de carácter esencial puede verse en el hecho de que las dictaduras comunistas decidieran autodenominarse «democracias populares» o la dictadura de Franco insistiera en que era una «democracia orgánica». Desde el final de la Segunda Guerra Mundial ninguna tiranía, por cínica y despiadada que fuera, ha podido sustraerse al influjo de esa legitimidad de las que sus regímenes carecían. En segundo lugar, en agudo contraste con otros sistemas, las democracias han garantizado la sustitución de las fuerzas en el poder de manera pacífica, y desprovista de represalias o violencias. El triunfo de un partido en las elecciones no viene seguido por la aniquilación física del adversario o por su encarcelamiento. Incluso resulta habitual que un cambio de partido en el poder no signifique la remoción de determinados especialistas de la Administración, dado que sirven a su país sin necesidad de adherirse a una postura política concreta. En tercer lugar, las democracias han garantizado la existencia de un cuerpo minino de libertades inexistentes en otros sistemas políticos. Las libertades de expresión, de prensa, de reunión, de asociación, de representación, de religión o de manifestación —por indicar nada más que unas cuantas— sólo se dan en su totalidad en el seno de los sistemas democráticos. Fuera de ellos resultan no solamente limitadas sino incluso implantables. MI VERDAD.- Las democracias constituyen los únicos sistemas en los que el cambio social, necesario para cumplir con unos criterios mínimos de justicia y dignidad para el conjunto de la población, es posible en mayor o menor medida, pero siempre de una manera pacífica, legal y provista del respaldo de la mayoría de la población.