Comentábamos en nuestra anterior entrega que, por fin, el Estado mexicano se decidió a cumplir con uno de sus fines primordiales que es la defensa de la soberanía, ese valor un tanto abstracto que para los panistas no es otra cosa que una mercancía. Soberanía es el poder ejercido a plenitud por parte de uan población sobre su territorio, por eso es irrenunciable. Ceder soberanía es ceder razones para la existencia de un pueblo. Eso lo aprendimos de manera muy dolorosa cuando perdimos la mitad de nuestro territorio.
Cuando se otorgaron concesiones a compañías mineras se hizo con tal nivel de discrecionalidad que, prácticamente, se dejó en manos privadas el control total sobre los recursos del subsuelo que son propiedad de la nación. Los resultados son, para los concesionarios, la extracción de una riqueza superior a la que extrajeron los españoles en trescientos años de dominio, mientras que para los mexicanos ocupantes de esos predios solo ha quedado miseria social y devastación ambiental.
Hay compañías mineras que, según algunos medios, ni siquiera han cumplido con la obligación de presentar un Estudio de Impacto Ambiental en el que se especifiquen los daños que se generarán al medio ambiente, así como sus correspondientes medidas de mitigación. Eso es lo que la ley exge desde hace años, justo para evitar daños ambientales irreversibles. Lo que no existe, es una legislación que obligue, a esas mismas compañías a evaluar y mitigar el daño social, el perjuicio que se ocasiona a la gente con las explotaciones mineras, tanto en sus propiedades como en sus recursos, especialmente el agua. Y las consecuencias de tales omisiones son ríos, tierras y lagos contaminados, todo ello sin responsabilidad para los contaminadores.
Con el paquete de propuestas de reformas a diversas leyes se pretende poner en primer lugar a la gente, especialmente a los trabajadores que son los que pierden salud, y en muchas ocasiones la vida, en aras del enriquecimiento de quienes ni siquiera viven en nuestro país. Además, se pretende que las empresas mineras tengan la obligación de presentar un estudio de Impacto Social en el que se evalúen los potenciales daños a la salud, los riesgos de perder la vida y daños a su entorno de los pueblos propietarios de los predios que se pretende explotar.
Si, eventualmente, se satisficieran los requisitos que la nueva legislación impondría a los inversionistas estos estarían obligados a designar un ingeniero responsable del cumplimiento de las normas de seguridad por cada siete trabajadores, si se trata de minas de carbón, y en los demás casos uno por cada cuarenta. Extraña legislación que pone en primer lugar la seguridad de los trabajadores y a ello subordina la obtención de utilidades, extraña porque hasta ahora ha sido exactamente al revés como lo evidencian las cada vez más frecuentes tragedias en las explotaciones mineras.
Se acaba también el derecho de hacer su tiradero de desechos en el lugar que se les antoje pues, con la nueva legislación, quedarían obligados a construir depósitos de residuos en sitios en los que no se afecte a los núcleos de población. Por si fuera poco, la reforma prevé la realización de una consulta pública para que los pueblos, sobre todo los indígenas y afromexicanos, puedan defender sus derechos antes de otorgar la concesión respectiva.
Como se ve, es muy lógica la rebeldía de quienes tienen inversiones en sitios en los que no han respetado ni la salud de los pobladores ni la sanidad de tierras, aire y agua con lo que han maximizado sus ganancias. Rebeldía lógica, pero ilegitima.