El pasado 5 de febrero se cumplió un aniversario más de nuestro pacto fundamental, la Constitución General de los Estados Unidos Mexicanos. Promulgada el 5 de febrero de 1917, nuestra Carta Magna tiene como base la de 1857, aquel documento que era el equivalente a nuestra Acta de nacimiento como nación. Con múltiples reformas, la de 1917 es un documento fundacional, el pacto de convivencia de un país que acababa de concluir una sangrienta revolución como expresión de la inoperancia del arreglo surgido del movimiento de Independencia.
En el nuevo pacto, las clases sociales establecían una nueva manera de relacionarse, una nueva forma de acceder a la naturaleza y. además, un nuevo modo de intercambiar fuerza de trabajo por salario. Lo anterior implicaba, necesariamente, nuevas formas del ejercicio de poder. En suma, la Constitución de 1917 sentaba las bases para la edificación de lo que, con Lázaro Cárdenas, luego se consolidaría como Estado benefactor, un árbitro de la lucha de clases que permitiría que la patronal fuera siempre la clase vencedora, pero sin permitirle el aniquilamiento de la clase trabajadora. Iniciaba así un modelo de explotación, tan capitalista como el anterior, pero moderado por un Estado lo suficientemente fuerte como para imponer su arbitraje a las clases en pugna.
Los meses de discusión llevaron a la tribuna los mismos argumentos que poquito antes se habían defendido con las armas. Lo que estuvo en disputa en el campo de batalla era lo mismo que luego se disputaba en el Congreso Constituyente: el modelo de nación, el tipo de país que merecíamos después de que un millón de mexicanos muriera en ese capítulo de nuestra historia conocido como la Revolución Mexicana.
La verdad es que, aunque de esas discusiones emergió nuestra actual Constitución, la discusión no se agotó, ni mucho menos. El campo de fuerzas se trasladó a la arena política. De la lucha que se dio por el articulado constitucional se pasó a la lucha por su implementación. Llegamos así a una situación en la que se decía que teníamos una Constitución ejemplar, por lo progresista de sus postulados, pero que desgraciadamente… no se aplicaba. Quienes perdieron la batalla militar y luego la discusión parlamentaria ganaron, sin embargo, el andamiaje institucional. Perdieron la redacción de las leyes (y no de todas) pero ganaron la manera de aplicarlas y, por supuesto, lo hicieron a su manera y de conformidad con sus intereses.
De cualquier manera, el nuevo pacto de clases plasmado en la Constitución de 1917 empezó a mostrar sus límites alrededor de los años sesenta, hasta reventar en la década de los 80´s, etapa en la que se intensifica el afán reformador, que se expresa en las más de 700 reformas o ajustes constitucionales registradas hasta el año pasado. Por supuesto, las más relevantes, que no las únicas, son las que se impulsaron durante el régimen de Peña Nieto bajo el membrete de “reformas estructurales” sin las cuales no se explicaría el país tan desigual que hoy tenemos.
Pues bien, la lucha no ha cesado. Continúa en la pugna por reformar la Constitución en un sentido o en otro. Son sensibles los cambios logrados en el actual periodo obradorista, pero a todas luces insuficientes si se quiere deshacer el entramado legal-institucional construido durante el llamado periodo neoliberal. Por eso la lucha por la presidencia de la Suprema Corte de Justicia, por el INE, el Banco de México, por todos y cada uno de los espacios donde se cocinan o se aplican las leyes. La institucionalidad es el actual campo de batalla.