POR: AGENTE 57
ARRANCAMOS… La herencia colonial y del siglo XX el pecado original y la semilla primera de la corrupción mexicana surgió sin duda con los conquistadores, virreyes y encomenderos españoles, quienes trajeron consigo la clásica expresión peninsular: “se obedece pero no se cumple”, u “obedézcase pero no se cumpla”. En el sentido más estricto, la expresión nació en Castilla (aunque algunos expertos la extienden hasta el reino de Navarra), donde la ley era obedecida pero su aplicación se suspendía hasta que su ejecución final fuera sometida a una última consideración del Rey, a quien se le rogaba humildemente que enmendara la ley y tomara en cuenta los intereses de la parte ofendida. Algunos estudiosos de la ley han argumentado que esta costumbre medieval representa una versión temprana de la figura del amparo. Sostienen que nunca se buscó que fuese un instrumento para subvertir la ley, sino simplemente un mecanismo que permitiera que la distancia y el tiempo se tomasen en cuenta. ¿Cómo podría determinar el rey si una sentencia en la Ciudad de México era justa o no, tenía que ser aplicada; en sentido estricto, este instrumento equivalía a una suspensión provisional, no a una cancelación definitiva. Por la razón que haya sido, la tradición rápidamente se transformó en un mecanismo protector de las colonias contra la ignorancia y la desinformación de España. Se convirtió en una manifestación particular de la autonomía local, donde todos hacían de la necesidad, virtud. La corona no podía más que atender las necesidades locales, y los administradores coloniales no podían violar el principio formal de la autoridad monárquica. Se llegó entonces, a una transacción conveniente: los súbditos en el Nuevo Mundo aceptaban nominalmente la autoridad de la Corona en Madrid de su representante, el Virrey; pagaban la mayor parte de sus impuestos, respetaban las restricciones comerciales y, hasta cierto punto, defendían sus propios intereses al no eliminar a la totalidad de la población indígena. Pero localmente manejaban las cosas a su antojo, cumpliendo sólo de labios para afuera con los edictos y regulaciones monárquicas. He aquí el inicio de la separación entre la ley y el hecho, entre un mundo de jure y uno de facto, entre el respeto retórico, externo, casi reverencial por la ley en abstracto y el surgimiento de un camino totalmente desvinculado de ella. Desde el principio, la sociedad mexicana sumió la noción –bastante lógica- de que la ley era intrascendente y que su violación constituía un pecado perdonable. Todos los que importaban sabían que no había elecciones, ni separación de poderes, ni república federal, ni libertadores económicas, o civiles; y todos aceptaban también que no era para tanto. El problema: casi nadie reconocía que al mantener viva la tradición colonial de ignorar la ley, México perpetuaba un defecto congénito que lo atormentaría por más de dos siglos. Lo grave reposaba en lo flagrante y estridente de la brecha entre las múltiples construcciones (dos en el siglo XIX, otra en el XX con 476 modificaciones en menos de cien años), y los quehaceres cotidianos. Bajo estas circunstancias, fue casi imposible inculcar en la población cuqluier adhesión a la ley, al incipiente y prácticamente inútil sistema de justicia, a los contratos, a la honestidad y a la transparencia en el gobierno y sociedad. Los documentos, las leyes y las palabras mismas se dieron una naturaleza sorprendentemente contradictoria. Por un lado, la sociedad les atribuía una virtud reverencial, casi mágica la firma en un documento (como la expresión “papelito habla”) o el compromiso público en un discurso equivalían a la realidad aunque por otro lado, todo el mundo sabía que la jerga política y la jurídica no significaban nada.
MI VERDAD.- con este aforismo de Porfirio Díaz se dice todo. “Ese gallo quiere su maíz”. NLDM