POR: MIGUEL ÁNGEL SAUCEDO L.
El golpe de Estado que expulsó a Evo Morales de Bolivia, y no solo del gobierno, permite constatar que las contradicciones sociales siguen vigentes, tanto en ese país como en el resto de Latinoamérica. La estructura social construida después de los movimientos para independizarse de Europa, hace doscientos años, permanece casi igual en lo fundamental, con excepción de Cuba. Nuestra región sigue formando parte del imperio norteamericano qué, al interior de cada país y con la complicidad de pequeñas oligarquías locales, usufructúa los recursos naturales y explota el trabajo local.
Sin embargo, tal explotación no se realiza sin enfrentar resistencias, a veces discretas, a veces espectaculares. De igual manera, cada resistencia, cada rebelión ha sido disuelta o aplastada a veces de manera sutil, a veces de manera tan brutal que sirva de escarmiento para los demás. El siglo pasado fue rico en rebeliones pacíficas e intentos de revolución violenta. De éstas últimas la única triunfante es la cubana, la que pervive hasta la fecha pese a los innumerables intentos por sofocarla. Países como Bolivia, Uruguay, Paraguay, Argentina, Guatemala vivieron golpes de Estado como la respuesta de esas pequeñas oligarquías a los intentos de las clases trabajadoras por aminorar la precariedad de sus condiciones de vida. México es uno de los pocos casos en los que no se llegó al golpe de Estado militar, sin embargo, la crueldad característica del autoritarismo mexicano se expresó con la represión de innumerables muestras de inconformidad, de las que la más notoria es la represión al movimiento estudiantil de 1968.
Las represiones y golpes militares latinoamericanos de los años sesentas y setentas diezmaron los mecanismos de defensa colectiva de los trabajadores y campesino, de ese modo sirvieron para abonar el terreno que permitiera la germinación de la semilla del neoliberalismo en los años ochenta. Bajo el disfraz de modernidad y democracia, la revolución neoliberal infectó las instituciones sobrevivientes a la barbarie de los militares y autócratas que gobernaron Latinoamérica. El Estado, los sindicatos, las organizaciones campesinas, las universidades, empezaron a hablar de eficacia, eficiencia, racionalidad, productividad al tiempo que exhibían la corrupción estatal, sindical y, en general, de las organizaciones e instituciones sobre las que descansaba el llamado Estado de bienestar.
Uno de los pocos espacios que dejaba el orden neoliberal para defender los intereses de las clases subordinadas era la democracia electoral, la posibilidad de ganar elecciones y llegar, de esa manera, a ocupar el poder formal, particularmente el poder ejecutivo. Las primeras décadas del nuevo siglo se caracterizan por el triunfo electoral de fuerzas alternativas en Latinoamérica. Se ensayan experimentos de gobiernos democráticos en Argentina, Bolivia, Brasil, Uruguay, Ecuador. Se intenta, y casi se logra en México. Pero la derecha no duerme, aprovecha los amplios espacios que la democracia les abre y se viste de demócrata tratando de tomar por asalto, sobre todo, la mentalidad de la gente, vendiendo la idea de que la democracia es el espacio natural para que cada quien luche por sus muy particulares intereses y sepultando, poco a poco, la idea de los intereses comunes. El sentido mismo de comunidad se vuelve anticuado, obsoleto y símbolo de tiempos superados.
El golpe de Estado en Bolivia nos recuerda que la derecha no descansa. Ni está vencida ni se ha rendido, como piensan los impulsores de eso que llaman la Cuarta Transformación. Los conservadores, como los llama López Obrador, están jugando a la democracia, pero eso no quiere decir que han renunciado a los viejos métodos. Están decididos a conservar sus privilegios, sea por la buena o por la mala.