POR: AGENTE 57
ARRANCAMOS… La mediocridad moral es impotencia para la virtud y cobardía para el vicio. Si hay mentes que parecen maniquíes articulados con rutinas, abundan corazones semejantes prejuicios. El hombre honesto puede temer el crimen sin admirar la santidad: es incapaz de iniciativas, sus prejuicios son los documentos arqueológicos de la psicología social: residuos de virtudes crepusculares, supervivencias de morales extinguidas. Las mediocracias de todos los tiempos son enemigas del hombre virtuoso: prefieren al honesto y lo encumbran como ejemplo. Hay en ello implícito un error, o mentira, que conviene disipar. Honestidad no es virtud, aunque tampoco sea vicio. Se puede ser honesto sin sentir un afán de perfección; sobra para ello con no ostentar el mal, lo que no basta para ser virtuoso. Entre el vicio, que es una lacra, y la virtud que es una excelencia, fluctúa la honestidad. La virtud eleva sobre la moral corriente; implica cierta aristocracia del corazón, propia del talento moral; el virtuoso se anticipa a alguna forma de perfección futura y le sacrifica los automatismos consolidados por el hábito. El honesto en cambio, es pasivo, circunstancia que le asigna un nivel moral superior al vicioso, aunque permanece por debajo de quien practica activamente alguna virtud y orienta su vida hacia algún ideal. Limitándose a respetar los prejuicios que le asfixian, mide la moral con el doble decímetro que usan sus iguales, a cuyas fracciones resultan irreducibles las tendencias inferiores de los encanallados y las aspiraciones conspicuas de los virtuosos. Si no llegara a asimilar los prejuicios, hasta saturarse de ellos, la sociedad le castigaría como delincuente por su conducta deshonesta: si pudiera sobreponérselas, su talento moral ahondaría surcos dignos de imitarse. La mediocridad está en no dar escándalo ni servir de ejemplo. El hombre honesto puede practicar acciones cuya indignidad sospecha, toda vez que a ello se sienta constreñido por la fuerza de los prejuicios que estorban a las variaciones nuevas. Los actos que ya son malos en el juicio original de los virtuosos, pueden seguir siendo buenos ante la opinión colectiva. El hombre superior practica la virtud tal como la juzga, eludiendo los prejuicios que acoyundan a la masa honesta; el mediocre sigue llamando bien a lo que ya ha dejado de serlo, por incapacidad de entrever el bien del porvenir. Sentir con el corazón de los demás equivale a pensar con cabeza ajena. La virtud suele ser un gesto audaz como todo lo original; la honestidad es un uniforme que se endosa resignadamente. El mediocre teme a la opinión pública con la misma obsecuencia con que el zascandil teme al infierno; nunca tiene la osadía de ponerse en contra de ella, y menos cuando la apariencia del vicio es un peligro en toda virtud no comprendida. Renuncia a ella por los sacrificios que implica. Olvida que no hay perfección sin esfuerzo: sólo pueden mirar al sol de frente los que osan clavar su pupila sin temer la ceguera. Los corazones menguados no cosechan rosas en su huerto, por temor a las espinas; los virtuosos saben que es necesario exponerse a ellas para escoger las flores mejor perfumadas. El honesto es enemigo del santo, como el rutinario lo es del genio; a éste le llama “loco” y al otro lo juzga “amoral”. Y se explica: los mide con su propia medida, en que ellos no caben. En su diccionario, “cordura” y “moral” son los nombres que él reserva a sus propias cualidades. Para su moral de sombras, el hipócrita es honesto; el virtuoso y el santo, que la exceden, parécenle “amorales”, y con esta calificación les endosa veladamente cierta inmoralidad…la honestidad está al alcance de todos; la virtud es de pocos elegidos. El hombre honesto aguanta el yugo a que le uncen sus cómplices; el hombre virtuoso se eleva sobre ellos con un golpe de ala. La honestidad es una industria; la virtud excluye el cálculo. No hay diferencia entre el cobarde que modera sus acciones por miedo al castigo y el codicioso que las activa por la esperanza de una recompensa; ambos llevan en partida doble sus cuentas corrientes con los prejuicios sociales. El que tiembla ante un peligro o persigue una prebenda es indigno de nombrar la virtud: por ésta se arriesgan la proscripción o la miseria. No diremos por eso que el virtuoso es infalible. Pero la virtud implica una capacidad de rectificaciones espontáneas, el reconocimiento leal de los propios errores como una lección para sí mismo y para los demás, la firme rectitud de la conducta ulterior. El que paga una culpa con muchos años de virtud, es como si no hubiera pecado: se purifica. En cambio, el mediocre no reconoce sus yerros ni se avergüenza de ellos, agravándolos con el impudor, subrayándolos con la reincidencia, duplicándolos con el aprovechamiento de los resultados.
MI VERDAD.- El talento moral tiene otras exigencias: “persigue una perfección y serás virtuoso”. NLDM