Torreon, Coah.
Edición:
03-Nov-2025
Año
22
Número:
970

¿SERÁ VERDAD?

Por:
La Comadre
|
02-11-2025
|
Edición:

Compartir:

La mejor columna política de La Laguna, por SinCensura®.

En todas esas democracias, el poder no garantiza inmunidad eterna. En México, en cambio, ningún expresidente ha pisado una cárcel.

El único caso que se acerca fue el de Luis Echeverría Álvarez, procesado por genocidio por la matanza de Tlatelolco. En 2006 se le dictó prisión domiciliaria. Murió libre, como todos sus antecesores y sucesores.

¿Por qué aquí no pasa?

Porque en México la impunidad es un pacto no escrito. Durante décadas, el sistema priista estableció una regla no escrita: “no se toca al ex”… Si un presidente metía preso a su antecesor, abría la puerta para que el siguiente lo hiciera con él. Así nació una cadena de silencio donde cada sexenio terminaba con olvido garantizado.

No hay “carta de impunidad” formal, pero sí una tradición política: el pacto de no agresión. Incluso en tiempos recientes, se especuló con un entendimiento entre Peña Nieto y López Obrador para asegurar una transición pacífica. Ningún documento lo prueba, pero los hechos hablan, ninguna investigación penal ha tocado al expresidente.

México tiene leyes que podrían romper ese ciclo, pero no hay voluntad. Existe el juicio político, que nunca se ha aplicado a un presidente. El fuero presidencial se reformó en 2021 para permitir procesarlo por corrupción o delitos comunes, pero cualquier acción requiere autorización del Congreso, donde el control partidista pesa más que la justicia.

La revocación de mandato, presentada como herramienta ciudadana, puede remover al presidente, no juzgarlo.

Y cuando Andrés Manuel López Obrador intentó en 2021 una consulta popular para enjuiciar a expresidentes, el ejercicio fracasó, apenas votó el 7% del padrón. El gobierno interpretó el silencio como “perdón, pero no olvido”. Desde entonces, tanto López Obrador como Claudia Sheinbaum repiten la misma frase: “ya los juzgó la historia”.

Mientras en otras partes del mundo los expresidentes enfrentan jueces, aquí sólo enfrentan homenajes o exilios cómodos. En México, la justicia se detiene en la puerta del poder.

La dialéctica partidista mexicana no se da entre izquierda y derecha, sino entre administradores del mismo sistema, que lo justifican desde trincheras ideológicas opuestas.

El PRI tecnocrático lo presentó como modernización; el PAN, como responsabilidad fiscal; y la 4T, como justicia social. Pero en esencia, todos han defendido la estabilidad macroeconómica, el control del déficit y la centralidad del Estado en la regulación del capital.

Los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo marcaron el punto de inflexión del modelo económico mexicano: la era de la ingeniería económica.

Salinas no solo privatizó empresas y abrió los mercados, reconstruyó la arquitectura monetaria del país. Su administración logró estabilizar los precios, contener la inflación y —sobre todo— consolidar la autonomía del Banco de México, una de las instituciones más sólidas y respetadas hasta hoy.

Ese acto de independencia institucional no fue un gesto político, sino una revolución silenciosa. Sin él, México no habría resistido las tormentas cambiarias de las décadas siguientes. También introdujo la disciplina fiscal como eje de gobernabilidad, entendiendo que, sin equilibrio en las finanzas públicas, el país sería rehén de su propia deuda.

Zedillo, por su parte, completó el proceso de liberalización controlada, instaurando el régimen de tipo de cambio flotante y fortaleciendo los mecanismos de transparencia financiera.

Tras el “error de diciembre”, reconstruyó la credibilidad internacional del país. Su gestión —criticada en su momento— permitió que México dejara atrás la dependencia de los tipos de cambio fijos y asumiera un modelo de estabilidad con mayor autonomía del mercado.

Andrés Manuel López Obrador llegó al poder prometiendo una transformación económica de raíz. Pero la realidad es que su modelo no destruyó el legado priista: lo absorbió, lo maquilló y lo utilizó.

La 4T ha mantenido la autonomía del Banco de México, la disciplina fiscal y el tipo de cambio flotante. De hecho, presume la estabilidad de la moneda como símbolo de éxito. El discurso cambió, pero las bases siguen siendo las mismas: el salinismo con rostro social.

López Obrador capitalizó los aciertos técnicos del pasado, pero los vistió de moral y pueblo. Sus programas sociales —aunque con mayor cobertura— derivan del viejo esquema de Oportunidades, iniciado en los noventa. El Estado vuelve a ser el eje del desarrollo, pero sin abandonar los equilibrios macroeconómicos que tanto criticó en campaña.

En pocas palabras: el obradorismo no rompió con el priismo; lo reformuló políticamente. Hoy gobierna con las herramientas de Salinas y Zedillo, pero con la retórica de Juárez y Cárdenas.

El modelo económico mexicano sigue preso de su propio éxito: estable, predecible, pero desigual.

México necesita más que estabilidad, necesita un nuevo pacto productivo. Mientras la dialéctica partidista se mantenga en el discurso y no en la acción, seguiremos viviendo en un modelo híbrido: priista en su estructura, morenista en su discurso y panista en su justificación.

En México, el maíz no solo alimenta, simboliza la relación entre el Estado y el pueblo. Cada crisis del campo desnuda el verdadero rostro del modelo económico nacional.

Decenas de miles de productores bloquearon autopistas en Guanajuato, Jalisco, Michoacán y Sinaloa. Exigen precios justos, seguridad y crédito. Reclaman dignidad. Y con ello, han desnudo la mayor contradicción económica del nuevo gobierno: la 4T presume ser transformación, pero su modelo es el mismo que nació con el PRI tecnocrático hace treinta años.

Los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo redefinieron la economía mexicana bajo tres pilares: estabilidad de precios, autonomía del Banco de México y disciplina fiscal.

A cambio, dejaron una herencia que hasta hoy se impone sobre cualquier intento de justicia social: el mercado por encima del productor.

Con Salinas llegó la apertura comercial, el TLCAN y la reestructuración del campo bajo la promesa de competitividad global. Zedillo completó el ciclo con la liberalización del tipo de cambio y la consolidación del modelo de mercado.

Ambos tecnócratas diseñaron un sistema donde el precio del maíz no lo fija el campesino ni el Estado, sino el tablero de Chicago y las importaciones subsidiadas de Estados Unidos.

Ese fue el nuevo pacto: estabilidad macroeconómica a cambio de pobreza estructural. Y lo que se vendió como modernización terminó desplazando a millones de campesinos que hoy, tres décadas después, siguen cosechando pérdidas.

Andrés Manuel López Obrador prometió romper con ese modelo. Juró rescatar la soberanía alimentaria y devolverle valor al campo con precios de garantía. Pero su propia estructura fiscal lo traicionó, la disciplina que heredó de Zedillo, la autonomía del Banco de México que tanto presume y el déficit controlado que no se atreve a rebasar lo obligan a repetir el mismo libreto que decía combatir.

El resultado es un modelo híbrido: neoliberal en su base, populista en su discurso. El maíz es el ejemplo más claro. El gobierno ofrece 5,840 pesos por tonelada, más 160 de transporte, mientras los productores reclaman 7,200 pesos para sobrevivir.

Hoy, México importa más maíz blanco que nunca, mientras miles de productores bloquean carreteras para exigir lo obvio: que sembrar valga la pena.

Sin crédito (tras la desaparición de Financiera Rural), sin seguridad (dominados por el crimen), y sin precios dignos, el campo se muere lentamente.

La paradoja es brutal: se presume soberanía alimentaria mientras el país compra 16.8 millones de toneladas de maíz extranjero, el mayor volumen en la historia. Y todo mientras el gobierno repite su mantra: “sin maíz no hay país”.

La presidenta Claudia Sheinbaum dio un paso más, enterró oficialmente el modelo de precios de garantía y lo sustituyó por “precios de referencia”… Es decir, el campo mexicano deja de ser una prioridad de soberanía y se convierte otra vez en una variable del mercado.

Ya no se trata de proteger al productor, sino de ordenar el mercado… con más burocracia.

El nuevo organismo anunciado, el Sistema Mexicano de Reordenamiento de Comercialización del Maíz, suena más a burocracia que a política pública. Informará precios, pero no los regulará. Negociará con las trasnacionales, pero no las condicionará.

En medio de este ambiente de tensiones y fuego cruzado, Coahuila fortalece su blindaje. El gobernador Manolo Jiménez Salinas ha consolidado una relación estratégica con Omar García Harfuch, jefe del Gabinete de Seguridad Federal y mano derecha de la presidenta Claudia Sheinbaum.

No es un vínculo menor: Coahuila y Nuevo León han sido escenario reciente de enfrentamientos entre fuerzas de seguridad y grupos del crimen organizado en la zona norte del estado.

El entendimiento entre Jiménez Salinas y García Harfuch ha permitido coordinar operativos interestatales, intercambio de inteligencia y presencia disuasiva del Ejército y la Guardia Nacional en los límites fronterizos.

Manolo, con oficio político, sabe que Harfuch no solo es el operador más eficaz de Sheinbaum, sino un posible presidenciable a futuro. Y mantiene una relación directa y de confianza con la presidenta, lo que explica el fortalecimiento del esquema de seguridad en la entidad.

En las últimas semanas han resurgido versiones inquietantes. Desde hace tres meses corrió el rumor de que Omar García Harfuch habría sufrido un atentado en sus oficinas particulares en Polanco.

Se habló incluso de tensiones con sectores del Ejército y la Marina, desmentidas después por su equipo. Sin embargo, las versiones sobre nuevos intentos de ataque se multiplican.

No sería el primero. Harfuch sobrevivió a un ataque armado cuando encabezaba la Policía de la Ciudad de México, y ha enfrentado otros incidentes nunca aclarados del todo. El último: un presunto intento de francotirador contra su domicilio.

Hoy, como pieza clave del gabinete de Claudia Sheinbaum y único funcionario con resultados tangibles en materia de seguridad, su vulnerabilidad es asunto de Estado.

Su ausencia en actos públicos recientes —como el Informe en el Zócalo— fue explicada oficialmente como medida de protección. Simple: no puede exponerse. Ni siquiera en eventos oficiales.

Y ahí surge el dilema político: ¿Cómo hará campaña un hombre que debe vivir bajo un blindaje de cuarto nivel?... La respuesta marcará no solo su futuro, sino el equilibrio del poder dentro del gabinete presidencial.

¿Coahuila será guinda?

A propósito, no pasó desapercibida la cena que organizó el empresario y ganadero Jorge Guajardo en honor al senador morenista Luis Fernando Salazar, con motivo de su informe legislativo.

El encuentro reunió a un grupo relevante de empresarios laguneros que, lejos de ver con recelo su eventual candidatura, ven con buenos ojos que Salazar encabece la bandera guinda rumbo a la alcaldía de Torreón en 2027. Y no es para menos: hoy, todas las señales apuntan a que es el aspirante más viable.

En el ambiente político y empresarial de la región, el nombre de Salazar se repite con naturalidad. Lo dan por hecho.

Los viejos pleitos parecen cosa del pasado: incluso la rispidez entre Manolo Jiménez Salinas y Román Alberto Cepeda se disipó… El punto de reconciliación fue el nuevo contrato de PASA, una de esas piezas donde los intereses políticos y económicos suelen coincidir con puntualidad quirúrgica.

En Torreón, crece la percepción de que Morena llegará al poder municipal. Román Alberto Cepeda se muestra tranquilo; confía en los resultados de su administración. Pero en su entorno saben que la maquinaria guinda ya se mueve y que la cargada nacional viene con todo.

Los tiempos políticos se aceleran. Y entre pasillos se habla de un pacto tácito que incluiría la alcaldía y varias diputaciones federales. En otras palabras: el tablero del 2027 ya empezó a moverse.

Dentro de Morena, las piezas menores se acomodan… o son desplazadas. Y del lado priista Hugo Dávila y Felipe González —ambos con aspiraciones municipales— están quedando fuera del juego.

A Felipe no le ha ido bien: no ha podido ganar un solo debate a su compañero de legislatura, Antonio Atolini Murra. Y ninguno tiene, hasta ahora, posibilidades reales frente a un perfil con arrastre y estructura como el de Luis Fernando Salazar.

Por si faltara ironía, a Hugo Dávila tampoco le fue bien en el reparto de cargos. Tras la salida de Eduardo Olmos Castro —ahora secretario del Ayuntamiento de Torreón—, a Dávila no le dieron la titularidad de la Secretaría de Desarrollo Regional. Lo dejaron “encargado”, sin sueldo, sin nombramiento… y sin futuro político.

El 2027 podría ser el año en que Coahuila se pinte de guinda. O quizá no. Pero esta vez, la cena de Jorge Guajardo no fue casualidad: fue el primer brindis de una candidatura que ya se cocina a fuego lento.

Vale recordar que Hugo Dávila entró a la política por insistencia de su padre, don Paco Dávila, quien pidió a Antonio Juan Marcos Villarreal “incorporarlo en lo que fuera”, con tal de no tenerlo sin oficio.

Así, en la precampaña del “Plan Torreón” de 2009, Toño Juan Marcos lo sumó a su equipo como acomodador y cargador de sillas… De esos círculos surgieron varios cuadros que más tarde se incrustaron en estructuras municipales y, con los años, en el proyecto de Román Alberto Cepeda.

El dato incómodo: un video circula en redes sociales, donde se denuncia que trabajadores del programa “Mejora Coahuila” manipulan recursos y apoyos públicos para favorecer al PRI, en particular, acusan a Hugo Dávila de haberse quedado con dinero y despensas durante las elecciones de 2024.

En las imágenes se observa a Hugo Dávila, identificado como uno de los operadores del programa, en medio de reclamos ciudadanos que lo acusan de irregularidades en la entrega de despensas y dinero en efectivo.

La acusación pública vuelve a poner bajo la lupa a Dávila, quien ya cargaba con denuncias vecinales por presunto desvío de recursos durante la pasada elección.

Nada comprobado… pero suficiente para entender por qué hoy nadie lo defiende a Hugo Dávila.

¡Están viendo y no ven!...

En el transcurso de la semana circularon varias encuestas —unas levantadas entre ciudadanos y otras elaboradas con inteligencia artificial—, y ambas coincidieron en algo que pocos se atreven a decir con claridad: los gobernadores peor evaluados del país son Rubén Rocha Moya (Sinaloa) y Layda Sansores (Campeche).

En el otro extremo del ranking aparecen tres nombres con resultados y narrativa política sólida: Manolo Jiménez Salinas, de Coahuila; Joaquín Díaz Mena, de Yucatán; y María Teresa Jiménez, de Aguascalientes. Cada uno desde su trinchera partidista —PRI, Morena y PAN, respectivamente— ha logrado lo que en política vale más que los discursos: gobernabilidad.

En el caso de Manolo Jiménez, su ascenso en las encuestas no es gratuito. Su modelo de gestión de seguridad, infraestructura y relación con la Federación lo ha convertido en el gobernador mejor posicionado del norte del país. Mientras otros estados enfrentan crisis políticas y violencia desbordada, Coahuila proyecta orden, equilibrio y una relación institucional estable con el gobierno federal.

Las encuestas pueden discutirse, pero no ignorarse. En la lectura de fondo, la ciudadanía distingue entre discurso y resultados, y ahí es donde se mide el verdadero capital político.

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