Desde la ventanilla del avión, observa el paisaje ártico extendiéndose a lo largo del horizonte.
Un manto blanco y puro se extendía hasta donde alcanzaba la vista, como marquesinas de nubes interminables.
Él no pensó en la belleza en ese momento; más bien, su mente vagaba por pensamientos abstractos.
Mientras sobrevolaba estas vastas extensiones, donde ni siquiera las huellas de los lobos eran visibles, sus pensamientos se dirigieron hacia ella.
Contemplando ese paisaje, se encontró reflexionando sobre el vacío. Ese vacío que, paradójicamente, prometía una plenitud única.
A medida que el avión descendía, la tierra vulnerable y desconocida comenzó a emerger lentamente entre las nubes. Eran como jardines cómicos, olvidados por sus dueños, con hierba pálida azotada por el invierno y el viento. Fue un momento de transición, cuando dejó su libro a un lado y sintió un equilibrio...
Pero, cuando finalmente el avión tocó el cemento del aeropuerto y comenzó su trayecto por el laberinto de pistas, el volvió a caer en la realidad. Una vez más, se encontró sumido en la oscuridad de la vida cotidiana, donde la dulce oscuridad del día envuelve sus andanzas. Es la oscuridad de las voces que cuentan y miden, recuerdan y olvidan, una oscuridad que nos arrastra de vuelta a la rutina.