POR: MIGUEL ANGEL SAUCEDO L.
Toda realidad social es, a la vez, material y simbólica, sin que ello quiera decir que una es reflejo de la otra. Cada sociedad estructurada en determinada forma implica, necesariamente, que sus integrantes tengan a su vez, una mentalidad estructurada, más o menos, en forma similar. Una sociedad plural tiende a corresponderse con una mentalidad plural, abierta a la diversidad; mientras que una sociedad cerrada, con pocas posibilidades de movilidad social tendrá dificultad para entender y reconocer como válidas las formas de pensamiento que se salgan de la “normalidad”.
Sin embargo, la naturaleza humana despliega constantemente su capacidad para ver más allá de lo que “se debe ver”, simple y sencillamente porque para sobrevivir desarrollamos durante el largo proceso evolutivo, eso que Darwin llamó capacidad de adaptación, misma que aplicada a la vida individual nos permite ajustar nuestra manera de percibir la realidad para darnos cuenta de que, por ejemplo, ciertas cosas, reglas, usos o costumbres que alguna vez fueron “normales” ya no son tan bien vistas como antes. Es decir, que ya no son legítimas, aunque no transgredan la legalidad.
De todo eso que llaman la Cuarta Transformación lo más trascendente, quizá, es lo que tiene que ver con los cambios en las estructuras internas de buena parte de los mexicanos, de esa porción que se asume gustosamente como “el pueblo de México”, esos que durante muchos años aceptaron que el mundo y, particularmente, nuestro país, debe ser dirigido por los que sí saben, por los expertos, de preferencia esos que estudiaron en el extranjero y que, por lo tanto, saben lo que la inmensa mayoría ignoramos.
López Obrador llamó la “revolución de las conciencias” al cambio de mentalidad de los votantes a partir del triunfo electoral que en 2018 lo llevó, finalmente, a la presidencia de la República. Pero antes de esa victoria, López Obrador estaba mas familiarizado con la derrota pues había perdido en las dos elecciones previas en 2006 y en 2012. En ambos casos alegó fraude y, sobre todo, una guerra sucia plena de mentiras que lograron asustar al electorado.
Por eso cuando finalmente derrotó al Prian en 2018, afirmó que esa victoria era producto de una “revolución de las conciencias”, de un cambio en la percepción de los electores, una forma diferente de pensar la política pues, hasta antes del obradorismo, hacer política significaba hacer negocios personales con los bienes públicos, enriquecerse con los recursos estatales y rematando la riqueza nacional, previa tajada. Todos eran lo mismo, fueran del PRI o del PAN eran igual de corruptos, según López Obrador, quien convenció a los electores de que el representaba la diferencia.
“No somos iguales”, decía Andrés Manuel y mostraba actitudes y modos mas cercanos al común de la gente, a quienes llamaba “el pueblo bueno”, la gente trabajadora que estaba harta de que tanto priistas como panistas fueran igual de corruptos. Y los convenció, por lo menos a una gran cantidad de mexicanos, los suficientes para ganar con holgura la elección de 2018.
AMLO predicó viviendo una vida austera, vistiendo, hablando y viajando como el común de la gente. Sin ostentación, sin lujos, con sencillez, laboriosidad y asertividad ganó el discurso cotidiano y su lectura de la realidad era cada vez más similar a como la percibía la mayoría de la gente. Sus valores parece compartirlos la actual presidenta y alguno que otro funcionario o político de Morena, no así algunos de sus más allegados y, por lo visto, ni siquiera su familia. Al parecer, en ellos no hubo “revolución de las conciencias”.