Cuando el autor de la Teoría de la relatividad emigró a Estados Unidos vivió en Nueva Jersey, trabajó en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, ciudad donde murió en 1955. Muchos se preguntaron y le preguntaron a él mismo acerca de su genialidad, sobre los factores que pudieran explicar su extraordinaria capacidad para cuestionar el mundo en que le tocó vivir, así como la imaginación para pensar explicaciones alternativas. ¿Sería que morfológicamente su cerebro era cualitativamente diferente a los del resto de los mortales? ¿Diferencias en volumen, peso, estructura?
Cuando Einstein era cuestionado al respecto solía contestar que él era muy curioso, que no le gustaba quedarse con dudas y que seguramente eso le ayudaba a cuestionar lo que para otros era incuestionable por lo evidente, o intrascendente. Para Einstein todo era importante, aunque no todo tuviera la misma importancia y, sobre todo, lo fundamental era buscar la coherencia entre los diferentes aspectos de cualquier cuestión, es decir, las relaciones que le dieran sentido.
En Princeton entabló una gran amistad con un niño vecino suyo, un pequeño que solía visitarlo para resolver puzles (rompecabezas, crucigramas), así como diversos problemas matemáticos que ponían a prueba los conocimientos del pequeño que luego se convertiría en el Dr. Benay Dara-Abrams, un científico de renombre que atribuye a sus “juegos” con Einstein su vocación de hombre de ciencia.
Lo que más resalta el Dr. Benay es la concepción de Einstein de las soluciones como siempre temporales, incompletas y, por tanto, no definitivas. En otras palabras (palabras de Einstein), ninguna solución es correcta o incorrecta, son solo aproximaciones al conocimiento de algo. Eso permite mantener la mente puesta en un objetivo que va más allá de las respuestas inmediatas que nuestro cerebro suele ofrecernos como definitivas. Para Benay “Einstein creó una luz, un ambiente lúdico, alimentando mi compromiso y teniendo como resultado lo que más tarde llegaría a reconocer como un estado de flujo”, una forma de pensamiento que entiende que, si la realidad está en permanente transformación, en perenne flujo el conocimiento debe hacer lo mismo, fluir permanentemente para entender que lo único que permanece constante es el cambio.
Lo anterior incluye al cerebro, órgano en perenne transformación conforme va dando respuesta a los diferentes y constantes estímulos que le llegan a través de los sentidos. La forma en que se expresan estas reacciones a nivel orgánico es la creación de nuevas conexiones neuronales, algo a lo que la Dra. Marian Diamond llamó plasticidad neuronal o neuroplasticidad, capacidad que explica nuestra posibilidad de aprendizaje y de adaptación a nuevas circunstancias.
Einstein falleció en 1955 y el médico que le hizo la autopsia le extrajo el cerebro, lo pesó, midió y finalmente lo cortó en pequeños trozos y lo guardó. Uno de estos fragmentos llegó a manos de Marian Diamond y de la observación de este y otros cerebros derivó su teoría de la plasticidad cerebral, algo que ahora permite explicar conductas a partir del análisis orgánico del cerebro, pero no como algo ya dado biológicamente sino como un órgano, en permanente transformación a partir de la interacción de la mente con el entorno físico y social.
Por eso la capacidad de cambio, innata en el ser humano, es la posibilidad de cambiar formas de pensar, de actuar y de organizarse socialmente. Es cierto que hay cerebros con predisposición biológica para ser geniales, pero también es cierto que parte de esa genialidad tiene que ver con el entorno social y, por lo tanto, con la forma de relacionarse con los demás.