Es como los platillos amados,
como los sabores de la infancia:
no llegan a la mente sin que carguen
con todo el equipaje de recuerdos.
Jaime Muñoz Vargas.
Cuando nuestro país abrió sus fronteras a la llamada “dieta occidental”, las abrió también para una nueva cultura alimentaria y, en general, para una nueva manera de alimentar el cuerpo y también nuestra mente. Miguel de la Madrid, presidente de la República, representa esa nueva manera de ver el mundo, una forma que tiene mucho de artificio mercantil. Con más sabores y colores, pero con menos naturalidad.
Con la bandera de la libertad individual se combatieron los aspectos más comunitarios de nuestra cultura y se nos inculcaron “modernas” formas de comer, vestir, en fin, una nueva manera de ser mexicano, algo cada vez más parecido a una caricatura de norteamericanización. En lo que se refiere al nuevo estilo de alimentarse incorporamos muy rápidamente la afición por las grasas saturadas, la carne roja, los azúcares refinados en la forma de galletas y panecillos, hamburguesas, botanas saladas y bebidas azucaradas.
Se dice que el acto de comer es un acto profundamente político y, por tanto, de poder. Al consumir la dieta occidental consumimos también los valores intrínsecos a esa dieta, entre ellos el más radical individualismo que cancela, entre otras cosas, eso que llaman comensalidad, entendida como la práctica de comer en familia nuclear, a veces ampliada hasta la comunidad. Comer al estilo mexicano era (de algún modo, todavía lo es) comer en grupo, conversar acerca de todo aquello que tiene ver con los intereses grupales, compartir alegrías o tristezas y reafirmar, con ello, la solidez de la tropa familiar, del grupo de colegas o la pandilla del barrio.
Culturalmente hablando, la sustitución de nuestra dieta tradicional por la occidental ha sido un proceso violento, aunque disfrazado de seducción dulce y pacífica, según la cuál libre y voluntariamente nos entregamos a los placeres de alimentos que no lo son, y que solo han servido para instrumentar el proceso de colonización de nuestro paladar. A esto hay que agregarle que tenemos empleos y actividades escolares con horarios que nos impiden coincidir en casa a la hora de los alimentos. Llenamos el vacío familiar con el celular que nos brinda la música, películas o entretenimientos tictoqueros para sentirnos artificialmente acompañados.
Así, dejamos de aprender a escuchar los problemas de nuestros familiares como problemas propios y a eso ayudó en gran medida el fenómeno de la pandemia de Covid al inicio de esta década. Baste recordar cómo, obligados al encierro, sufrimos al tener que vernos todo el día, a reorganizar el uso de la infraestructura doméstica y, sobre todo, a hablar en familia.
Comer al modo neoliberal es aplacar el hambre sin nutrir el cuerpo, sin alimentar el vínculo familiar y sin metabolizar experiencias que se traducen en valores socialmente construidos. Por eso vale la pena atender la recomendación del Dr. Rivera Dommarco, del Instituto Nacional de Salud Pública, en el sentido de que "debiéramos alejarnos de los productos industrializados ultraprocesados y regresar a la cocina de la abuela, a las tradiciones culinarias mexicanas con sus respectivas variaciones regionales”, pues de ese modo recuperamos salud personal, reconstruimos el tejido social y establecemos una más sana relación con la naturaleza de la que, a final de cuentas, formamos parte.
No es soñar con volver al pasado sino recuperar y revalorar el conocimiento ancestral en el que se basa la dieta tradicional y darse cuenta de que comer es un acto profundamente político, de poder y contrapoder.