En la anterior colaboración decíamos lo difícil que es cambiar la cultura por la vía de las imposiciones, sin embargo, deberíamos matizar esa afirmación. Cuando hablamos de “imponer”, hacíamos referencia a los acuerdos de la Secretaría de Educación Pública respecto a la prohibición de vender la llamada “comida chatarra” en los espacios educativos. Combatir una adicción con prohibiciones de venta es, por decir lo menos, abrir la puerta a la venta clandestina de aquello cuyo consumo se quiere evitar. No es por ahí, no cuando el paladar ya se encuentra bajo el control de quienes fabrican productos especialmente diseñados para generar dependencia, tal como se sucede con algunas drogas.
Construir una nueva cultura alimentaria, una que se apoye en el consumo de productos nutritivos, que incorpore la práctica de la activación física para que el organismo se fortalezca y asimile de mejor manera los nutrientes, es una necesidad que urge atender dado que tenemos una epidemia de obesidad y sobre peso, que afecta los niños, que daña a personas en su salud personal, que lesiona a las familias y que, incluso, mete en crisis a las instituciones de salud pública.
Cambiar la cultura de consumo de “comida chatarra” urge, más cuando se observa que son los propios padres de familia quienes incentivan diversas formas de burlar las prohibiciones, por ejemplo, al animar a sus hijos en edad escolar a que sean ellos quienes metan a la escuela, “de contrabando”, las frituras para su autoconsumo o, incluso, para venderlas a los otros infantes. Fácil no será, por eso el título de esta colaboración hace referencia a que “vamos perdiendo” pero sabiendo que todavía se puede remontar el marcador, para usar la jerga futbolera.
Lo mismo aplica a la batalla cultural o simbólica contra los narcocorridos, acusados de promocionar la vida de narcotraficantes como ejemplos a seguir por nuestros jóvenes. El vestir, hablar y vivir la vida como lo hacen los cantantes de corridos tumbados, glorificando a quienes viven del narcotráfico ha encontrado una respuesta prohibicionista en diversos gobiernos estatales y municipales. Además, esta actitud ha sido potenciada por el gobierno estadounidense que decidió invalidar las visas a los cantantes que se atrevieron a proyectar imágenes de uno de los narcos más buscados mientras cantaban su corrido.
Luego en Tlaxcala vendría la muestra de que no solo son los cantantes sino los oyentes quienes encarnan esa cultura, aunque no se dediquen a esa actividad. Lo demostraron causando destrozos en el local donde los cantantes se negaron a la interpretación de ese tipo de música. Lo importante es que ese público se identifica con actitudes y “valores” que se derivan de la vida delictiva, aunque no necesariamente formen parte de ese submundo.
Tenemos pues, de un lado, a legisladores y autoridades que consideran que los corridos tumbados ponen en riesgo el tejido social y, por otro, a públicos consumidores de un tipo de música que, para ellos, simplemente describe esa forma de relacionarnos que acompañamos ya no solo con el trago de tequila sino consumiendo y traficando productos que dañan la salud personal y debilitan la cohesión social.
Al menos ya hay conciencia de lo anterior y lo que está a discusión no es el tipo de país en el que nos hemos convertido, sino las posibles alternativas que tenemos para combatir el daño que ya tenemos y evitar los perjuicios que todavía nos acechan si continúa el crecimiento de nuestra adicción a las drogas, por no mencionar la inmensa tragedia nacional de secuestros y asesinatos vinculados a ese tráfico.