Dice Gilberto Giménez (así, con G) que, al nacer, el ser humano en realidad apenas está en proceso de humanización porque lo humano es, sí biológico, pero también social. De manera que no basta lo corporal, puesto que también somos seres relacionales, existimos como parte de redes de interacción social que nos van dando el sentido de la existencia, los parámetros o reglas que tenemos que compartir para ser aceptados en sociedad.
La familia es donde inicia el proceso de socialización, es nuestra puerta de entrada al grupo social en el que nos tocó nacer. Ahí adquirimos las reglas básicas de comportamiento, aprendemos la historia nacional o regional con lo que se convierte en nuestra historia y es donde vivimos los momentos más importantes de nuestra biografía personal porque ahí, en la familia, obtenemos los filtros o criterios (los valores), a través de los cuáles juzgaremos nuestros propios actos y los de los demás. Luego vendrán la escuela, los medios de comunicación, la iglesia a complementar los esquemas a través de los cuales procesaremos todo lo que percibimos, y así, distinguiremos entre lo malo y lo bueno, lo feo y lo bello, así como entre lo que es absurdo y lo que consideramos lógico. En síntesis, hablamos de la construcción del sentido.
Algo de lo primero que aprendemos es la diferencia entre lo que, al ingerirlo, nos beneficia o nos perjudica. De hecho, nuestra corporalidad ya nace equipada con mucha de la información adquirida a través de muchísimas generaciones, durante el proceso evolutivo. Es a lo que se le conoce como “sabiduría del cuerpo”, de modo que no todo tiene que inventarse cada que nace un nuevo individuo. Sin embargo, en el caso de lo alimentario, la cultura trastoca todo lo aprendido, cambia los límites en los que antes encontrábamos la saciedad, de hecho, cambia los sabores o, mejor dicho, cambia la forma de percibirlos. Perdemos el control de nuestro paladar.
Pero lo mismo pasa con la música y los valores que esta expresa, la frontera entre lo correcto y lo incorrecto se vuelve difusa, casi imperceptible, un poco al modo de como sucede con nuestra capacidad para distinguir entre los sabores naturales y los artificialmente creados con la ayuda de la bioquímica. En México, hasta antes de los años 80s, paladar y oído habían sido educados por una larguísima tradición que, en lo social involucraba a la familia. Era en el hogar donde se formateaba el gusto de los niños que, por lo mismo, estaba intrínsecamente vinculado con valores comunitarios pues la familia, a su vez, era parte vibrante del barrio, de la comunidad rural, del entorno social más amplio.
La radio y la televisión, apoyándose en las estructuras cognitivas (miedo, dependencia, creencia en lo sobrenatural) previamente construidas por la iglesia y por trescientos años de conquista cultural, se habían convertido en nuestros educadores sentimentales, nos habían enseñado a representar lo elementalmente humano (comer, beber, amar, soñar) de acuerdo con los criterios diseñados por compositores y argumentistas que seguían reproduciendo “valores” como el machismo, la bravuconería combinada con sumisión que nos facilitaba ser dóciles creyentes, buenos boxeadores, súbditos más que ciudadanos y malos para desarrollar organizaciones que fueran más allá de las heredadas desde la era precolombina.
Por eso imponer una nueva cultura alimentaria o prohibir los llamados narcocorridos son políticas destinadas al fracaso, a menos que sean parte de una lucha por la recuperación del derecho de la gente a construir una cultura alimentaria y musical propias. Pero de eso hablaremos en la próxima colaboración.