En septiembre del año pasado se publicó en el Diario Oficial de la Federación un acuerdo que establece los Lineamientos Generales a los que deberán sujetarse la preparación, la distribución y el expendio de los alimentos y bebidas preparados, procesados y a granel, mediante el cual se pretende acotar el acceso de los niños a los llamados alimentos chatarra. Mediante este instrumento, que entra en vigor el último día de este mes de marzo, el Estado pretende recuperar el dominio sobre la salud de la población escolar, misma que se encuentra a merced de la industria alimentaria.
Después de muchos años y varios intentos, tanto desde la Academia como desde la participación ciudadana, para que el Estado ejerciera su capacidad de regulación parece que, ahora sí, los productos que ingieren niños y jóvenes en las escuelas estarían ajustados a criterios de sanidad y nutrición. Este ordenamiento reconoce, de algún modo, que no fue suficiente con el etiquetado frontal en el que se informa sobre el exceso dañino de algunos componentes como sales, azúcares o grasas. Y no es suficiente con advertir al consumidor sobre riesgos a su salud cuando ya se ha generado en él la dependencia respecto de esos mal llamados “alimentos”. Hace falta una la construcción de una nueva cultura alimentaria y, para ello, se requiere partir justamente de las generaciones más jóvenes.
Una nueva cultura no se construye solamente con discursos nuevos o con información hasta antes desconocida por los consumidores, como bien lo ejemplifica el caso del consumo de tabaco o de alcohol. Una vez que el consumidor ha desarrollado una adicción a ese tipo de consumos, la información sobre riesgos potenciales a su salud será intrascendente porque el cuerpo habrá ya desarrollado una dependencia que, como tal, requiere algo más que información.
En el caso de los niños, víctimas ya de una epidemia de obesidad, su paladar ha sido secuestrado por sabores que son cada vez más ajenos a la naturaleza, es decir, que ya ha registrado sabores que, aunque hacen referencia a frutas, por ejemplo, nada tienen ya que ver con esas frutas. Son sabores construidos artificialmente, sabores que si bien se originaron en la naturaleza ya han sido tan distorsionados que de naturales nada tienen. Por eso les llaman ultraprocesados y los daños a la salud son tremendos, a grado tal que tenemos serios problemas de salud pública derivados del consumo de ese tipo de productos,
Ocupar a nivel mundial los primeros lugares en obesidad adulta e infantil solo demuestra que durante años el gobierno mexicano fue colonizado por la industria alimentaria, misma que se encargó de poner a su servicio todo el aparato estatal, justo el que tenía la obligación de protegernos, particularmente la Secretaría de salud, estaban a las órdenes de quienes dañaban a la población con venenos embotellados o empaquetados. El mejor ejemplo es la campaña “de salud” de tiempos de Peña Nieto que te ordenaba “Chécate, mídete, muévete” con lo que trasladaba al ciudadano, convertido en consumidor, la responsabilidad de intentar recuperar su salud cuando ya estaba a la calidad de adicto, con todas las incapacidades (sobre todo la de tomar decisiones saludables) que implica una adicción.
Por supuesto que hay una responsabilidad personal, pero esta solo se puede ejercer si el Estado cumple con su deber de informar al consumidor, al mismo tiempo que restringe la publicidad y los diversos mecanismos de manipulación de que dispone la industria alimentaria. Expulsar pastelillos y bebidas gaseosas de las escuelas es un paso importante, pero no alcanza para construir una cultura alimentaria saludable.