Desde hace muchos años los niños de primaria tienen muchas posibilidades de consumir la llamada “comida chatarra” ahí mismo, en sus escuelas. Ya sea en las tienditas escolares o en las máquinas expendedoras, o en la miscelánea más cercana a la escuela. Se llama comida chatarra a todos aquellos alimentos, en su mayoría industrializados, con alto contenido de azúcar, grasas y sal, según la definición de Laura Montes de Oca.
La comida chatarra tiene, entre otras, dos características que nos hacen que le dediquemos estas líneas. Por un lado, tienen una gran aceptación entre el público consumidor, especialmente entre la población infantil (pese a lo dañino que son para la salud) y, por otro, son un aspecto de la vida pública que ha resultado particularmente difícil de regular, pese al aparente ánimo regulatorio de fabricantes, autoridades y consumidores. Pareciera que hay consenso en la necesidad de poner orden en la elaboración, promoción, distribución y consumo de este tipo de productos dado que, en los últimos años se han presentado propuestas de cada uno de los sectores mencionados. La disputa para que alguna de esas propuestas se convierta en norma regulatoria ha sido intensa, aunque hasta antes del presente sexenio siempre había tenido el mismo ganador: la industria alimentaria.
El mecanismo que los productores de comida chatarra seguían era simple: si se trata de regular nuestra actividad, decían ellos, pues vamos a autorregularnos. Para ello decían contar con la suficiente ética y compromiso social, pero en la práctica, demostraron que su compromiso mayor es con las ganancias económicas. Así, establecieron criterios y códigos de conducta lo suficientemente laxos como para no afectar la obtención de crecientes ganancias. Así ganaban dinero al tiempo que aparentaban la elaboración de productos inocuos.
Lo peor es que la comida chatarra se chatarrizó aún más pues junto a los productos industrializados o procesados aparecieron los ultra procesados. Así podría decirse que consumimos alimentos naturales, tal como la naturaleza los genera, los procesados que son los que se elaboran a partir de una primera transformación del producto natural; y el caso de los ultra procesados que son los que se obtienen a partir de alimentos ya procesados. Estos últimos son los más peligrosos para la salud, según la clasificación NOVA que rige la regulación brasileña, país en el que se desarrollaron las primeras investigaciones sobre los daños a la salud de ese tipo de alimentos y donde se generaron las propuestas más audaces para su regulación.
Con lo anterior queda claro que, como dice la investigadora Laura Montes de Oca, el comer es un acto político, es para el caso de México, la muestra de que la clasificación como saludable a productos industrializados es algo que está en disputa permanente, en la que invariablemente había triunfado la industria alimentaria hasta que se impuso la “clasificación de los sellos negros”, estos rombos oscuros que forman aparecen en la envoltura de productos chatarra y que informan acerca del riesgo de consumir dicho producto.
La disputa está lejos de concluir. Ahora mismo está por definirse un amparo solicitado por organizaciones como El Poder del Consumidor y la Red por los Derechos de la Infancia (Redim) contra la Secretaría de Educación Pública (SEP) por “no cumplir con la publicación de los nuevos lineamientos generales para el expendio y distribución de alimentos y bebidas procesadas en las escuelas, lo que viola os derechos a la salud, la alimentación adecuada y la educación de los niños”. Recordemos que uno de cada cuatro niños vive con obesidad y en 2030 serán siete millones.