Arrancamos… Durante poco más de una década los mexicanos habían padecido una gran escabechina y su idea de la bola nada tenía que ver con la lucha heroica que los llevaría al paraíso. A lo largo de esos años las matanzas, los fusilamientos, las violaciones, la rapiña y la necesidad de huir de las masacres fueron asuntos cotidianos. Mientras la fiesta de las balas estaba a todo lo que daba, nadie sabía qué era lo peor: si la llegada de los pelones o el ataque de los revolucionados. La gran rebelión sólo era una desgracia, un trauma brutal y absoluto para la gran mayoría de los mexicanos. Los integrantes del antiguo régimen, los militares golpistas que se sumaron a Victoriano Huerta y los alzados de las distintas facciones se arrebataron la vida mientras se llevaban entre las patas a todos los que se les atravesaban. Los enemigos reales e imaginarios tenían que entregarse a la guadaña. Y por si esto no bastara para ensombrecer aquellos días, las enfermedades también cobraron una cuota mortal que ensombrecía la cifra de los caídos en las batallas: los carromatos que cargaban los cadáveres de las personas que no sobrevivieron a la gripe española o al tifo eran una imagen imposible de borrar. Después de una década de balazos, paredones y ahorcamientos, las muertes de los porfiristas y los huertistas podían ser justificadas por los alzados: ellas habían sido necesarias para terminar con los viejos faraones que esclavizaban al pueblo. Incluso las muertes que ocurrieron debido al hambre y las epidemias podían ser reivindicadas como parte de un drama significativo: la gran rebelión había reclamado esas vidas y los mexicanos se la ofrendaron con tal de llegar a la tierra de la gran promesa. Sin embargo, estas explicaciones —por convincentes que pudieran parecer— no alcanzaban para dar cuenta de los asesinatos que ocurrieron entre los revolucionarios. A mediados de los años veinte Zapata, Carranza, Villa y algunos de los que se habían pasado de sabrosos con Obregón ya bailaban con la huesuda. A todos los habían venadeado sin miramientos. Los sonorenses y sus seguidores eran los sobrevivientes, los que condenaron a muerte a sus rivales y que, justo por esto, tenían el derecho a ser los mandamases. Por esta razón, a la religión política que crearon los sobrevivientes y sus aliados pronto siguió la edificación del mito revolucionario, gracias al cual los enemigos, los asesinos y sus víctimas se convirtieron en parte de un solo movimiento sagrado que estaba a punto de liberar a los mexicanos. Si en el mundo real habían existido muchas rebeliones, demasiados caudillos y excesivos ajustes de cuentas, en el discurso de los meros meros nada de esto había ocurrido: todos eran revolucionarios y «la causa» trocó en un monolito.
MI VERDAD.- De ahí nació el PRI, con la reelección de Alito fin de la historia. RIP.