De los muchos campos en los que se libran las batallas entre los diferentes sectores de la sociedad está el Estado. No solo es un actor preponderante, en donde se concentran los poderes mas importantes (como el económico, el político, el cultural) sino que es, en sí mismo, un espacio de lucha, un territorio que se disputan, un día sí y otro también, los grupos sociales que tienen intereses opuestos. Lucha de clases, le llamó Marx.
Ha sido tan avasallador el crecimiento del neoliberalismo a nivel mundial que, se reconozca o no, es ya la manera universal de ver el mundo o, por lo menos, es la forma legítima, la que muestra la realidad tal como debe mostrarse, no necesariamente como es. Así, leyes e instituciones cambiaron para que nuestro país pudiera formar parte del nuevo orden mundial, para “modernizar” la vida social. Cambió, por tanto, la cultura. Y para el caso de México implicó el ataque, a veces frontal, a veces encubierto contra todas las formas de vida comunitaria que caracterizaban a nuestra nación.
No hubo necesidad de un cuartelazo o golpe de Estado, ya éramos una sociedad acostumbrada a la obediencia, algo de lo cuál se aprovecharon las élites para explotar a los trabajadores mexicanos. Trescientos años de conquista formatearon una mente acostumbrada a no cuestionar, a aceptar como natural lo que en realidad era socialmente construido. Pero había mucho de comunitario en la vida social de los mexicanos, lo cuál quiere decir que muchas de las decisiones se tomaban mediante discusiones colectivas, si bien acotadas por una ideología religiosa, una idea del bien común construida desde las creencias que trajeron los españoles y que, finalmente, aún con adecuaciones y reinterpretaciones los mexicanos hicimos propias.
Una de esas ideas o creencias es la de que la dirección de una sociedad solo puede ejercerla quien tenga la sabiduría para hacerlo, alguien que por nacimiento o por formación merece dirigir a quienes no tienen capacidad para pensar por el conjunto de la sociedad y, por tanto, no son capaces de ubicar el bien común.
Sin embargo, de un tiempo para acá, como que nos empezamos a creer aquello de que el pueblo (eso que algunos dicen que no existe) manda y que, por tanto, nos corresponde decidir el rumbo que como nación queramos seguir, aunque los que “saben”, los “expertos” nos descalifiquen. Creímos en algún momento que para tomar decisiones habría que borrar la estructura social y construir otra. Hoy parece que los pueblos de diferentes latitudes están ensayando la dirección de su destino desde las estructuras que antes se despreciaban, desde un Estado diseñado para el uso exclusivo de una clase social y que, por lo mismo, no podría usarse para reivindicar a aquellos usualmente subordinados.
La lucha por las instituciones es el descubrimiento de que no son monolíticas, que a su interior también anida la contradicción y que, como todo lo que construimos los seres humanos, podemos reconstruirlo y usarlo para fines diferentes. Tampoco quiere decir que basta con la voluntad pues hay de instituciones a instituciones, y algunas son más rígidas que otras. Como quiera, la lucha por el Estado no debe descuidar la lucha por la transformación cultural de la sociedad. Es preciso aprender a imaginar mundos diferentes, pero, para eso, se requiere también imaginar nuevas formas de lucha, nuevas formas de organización social que sean más eficientes y con efectos más duraderos.
El trabajo cultural es el que más requiere atención, mas recursos, más esfuerzo. La reafirmación de la sociedad organizada es la tarea urgente.