¡Que vivan los estudiantes/Que rugen como los vientos/Cuando les meten al oído/Sotanas y regimientos/Pajarillos libertarios/Igual que los elementos/Caramba y zamba la cosa/¡Que vivan los experimentos!.
Canción de Violeta Parra.
En nuestra colaboración de finales de enero pasado se mencionaba cómo la tragedia de Palestina es, de algún modo y a costos diferentes, una tragedia también para los pueblos norteamericano e israelí. Decíamos entonces que la masacre de palestinos está impulsada por el dinero de los contribuyentes israelíes porque su primer ministro, Netanyahu, estuvo financiando durante mucho tiempo al grupo terrorista Hamás, de manera clandestina, por supuesto. Su idea era evitar que la autoridad palestina tuviese la suficiente fuerza como para impulsar la propuesta de “los dos Estados”, considerada por varios países como alternativa para una paz duradera.
Justo a esa propuesta es a lo que se oponen, tanto Netanyahu como los terroristas de Hamas, de manera que el primer ministro israelí confió en que a través de su patrocinio tendría siempre el control de ese grupo. Sin embargo, como ya se vio, Hamas trae su propia agenda y simplemente aprovechó los recursos monetarios que, ingenuamente, le proveyó Netanyahu para aprovisionarse de armas y pertrechos que luego usaría en el ataque del 7 de octubre contra ciudadanos israelíes que disfrutaban de un festival musical. Hamas asesinó a cientos de ciudadanos israelíes y secuestró a decenas más.
La respuesta de Israel o, mejor dicho, de Netanyahu, ha sido desproporcionada. Mas de 30 mil palestinos han sido asesinados por el ejército israelí, sin contar periodistas o miembros de agencias internacionales de ayuda. Casi ninguno de estos asesinados eran combatientes. Mujeres y niños son la mayoría de las víctimas. No son daños “colaterales”, como dice Israel, son el objetivo principal de la matanza porque con tanto daño causado a Palestina los niños crecen con miedo, pero también con odio y, sobre todo, sabedores de que en cualquier momento podrán morir por alguna bala del ejército invasor. Por eso, los niños crecen convencidos de que no hay más remedio que unirse a la lucha, algo que harán en cuanto puedan cargar y usar un arma.
No es el pueblo judío, son sus dirigentes, especialmente Netanyahu. No es el pueblo palestino, son los terroristas de Hamas. Y el otro pueblo involucrado es el norteamericano, pueblo cuyos impuestos son usados por Biden para atizar una guerra que sus ciudadanos no respaldan. No es el pueblo norteamericano, es Biden. Y ahora, igual que en 1968, son los estudiantes los que exigen al presidente que termine con una guerra que no desean, entre otras razones por injusta. Como en los años sesenta, los universitarios estadounidenses protestan, a riesgo de su seguridad, contra el apoyo a un genocidio que solo beneficia a quienes hacen negocios con la guerra.
Ahora, los estudiantes de las universidades norteamericanas protestan estableciendo campamentos en los campus universitarios. Como en aquellos años, son amenazados, golpeados, encarcelados por ejercer el derecho a la protesta en el país de las libertades. Lo mismo en las universidades privadas más lujosas que en las estatales el grito es el mismo, ¡Alto al genocidio! Sabedores de quienes son los beneficiaros de esa guerra, los estudiantes exigen a sus universidades que saquen sus inversiones de las compañías judías.
Mientras tanto, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Derechos Humanos, Volker Turk, ha expresado su preocupación por las violaciones de los derechos humanos de los estudiantes norteamericanos que participan en las protestas en el llamado “país de las libertades”. Mientras más sean reprimidos más se movilizarán. ¿Y los estudiantes y profesores mexicanos, cuando?