Arrancamos… México, república con alma imperial.- Durante la mayor parte de su existencia como república, México ha tenido en realidad una doble vida. Un amor inconfesable le ha minado las entrañas: la monarquía. Adictos al boato de corte y a la parafernalia que reviste el imaginario imperial —básicamente todo su sostén—, la clase política mexicana en sucesivas reencarnaciones ha desarrollado el talento que se requiere para interpretar candorosa e hipócritamente la fidelidad a los principios republicanos. Dos veces, después de que la civilización indígena fue cancelada, se ha revelado en todo su frenesí la tendencia a la monarquía de las élites de nuestro país, primero con Iturbide y luego con Maximiliano. Aunque las dos tentativas fracasaron, prácticas reminiscentes imperativas quedaron impresas en el código genético de la clase gobernante mexicana. De ellas, el derecho de sangre ha sido central en la reproducción de la clase gobernante, cuyo ejercicio acota la circulación de las oligarquías en el poder y su consecuente, siempre sana, renovación. A lo largo de la historia de México, el acceso al poder público estuvo reservado a un sector refractario, cerrado, de familias que cuidaban con celo la inviolabilidad de la puerta de entrada. Traspasar ese umbral implicó, la mayoría de las veces, el asalto violento al poder y, conquistado, el enriquecimiento necesario para adquirir el respeto del grupo dominante predecesor y con oportunidad vincularse a ese clan por la vía del matrimonio que, por lo general, suponía cierta fusión de intereses económicos. Como se trataba de un proceso que para completarlo requería de al menos una generación, los periodos más prolongados de estabilidad social fueron los propicios para integrar a un mayor número de linajes a la corriente sanguínea privilegiada, a veces en la misma medida en que se desincorporaban otros: el juarismo después de la República restaurada, el porfirismo, los gobiernos posrevolucionarios del siglo xx -señaladamente el alemanismo fueron los ciclos más adecuados. Por ejemplo: las familias porfiristas venidas a menos, que en los años cuarenta despreciaban a la nueva clase político-empresarial del alemanismo, una década más tarde buscaban para sus hijas enlace con aquellos advenedizos. El régimen posrevolucionario fue particularmente ingenioso al institucionalizar la renovación sexenal que, aunque parcial, ponía en marcha el proceso por el que nuevas familias podían acceder al privilegio de ser candidatas a emparentar con la aristocracia. México vivió una presidencia imperial, entonces cada estirpe que se apropiaba de la presidencia se convertía en la familia real, cuya descendencia implementó el derecho a reclamar del Estado favores y posiciones. En cada estado del país se repitió el modelo y los señores estatales generalmente provenían de la corte central. Con esa lógica, los grupos familiares no se hacían llamar, por ejemplo, liberales; se denominan a sí mismos lerdistas, porfiristas, callistas, obregonistas, cardenistas, alemanistas, salinistas. Y dichos linajes a la vez establecían compromisos —cuando no los tenían— con las familias detentadoras del poder económico. Al margen de su nombre oficial —Partido Nacional Revolucionario, Partido de la Revolución Mexicana, Partido Revolucionario Institucional—, las diversas cepas de la clase gobernante posrevolucionaria se denominaron "la gran familia revolucionaria", como si se tratara de la mafia siciliana, eslabonadas por lealtades y relaciones patrimoniales. MI VERDAD.- Pero no era una hipérbole, sino una puntual descripción. Su patrimonio, nada menos, era el poder.