Unos dicen que no pasaban de noventa mil, el gobierno capitalino calcula que eran 700 mil y los promotores de la “marcha por la democracia” afirman que superaron el millón de asistentes. El hecho es que llenaron el zócalo, emblemático escenario de multitudinarias manifestaciones, tradicionalmente de izquierda, pero ahora encabezados por la derecha que enfrenta cotidianamente al presidente López Obrador.
Más pensada y planeada como un acto de campaña a favor de Xochitl Gálvez, fuera de los tiempos legalmente permitidos, la marcha disfrazada de “defensora de la democracia” pretende aglutinar las resistencia y sentimientos de ultraje de los sectores lastimados por la CuatroT. Son los que durante años fueron beneficiados por un sistema económico diseñado para la explotación y dominación de las mayorías trabajadoras, los que como empresarios exigen productividad a sus asalariados pero que son incapaces de saber competir porque siempre le cargan al gobierno el costo de sus fracasos. Fobaproa es el ejemplo típico, pero no el único.
Malos para generar riqueza y peores para compartirla. No les gusta pagar impuestos, no creen que le deban nada a la sociedad pese a que es justamente la riqueza social la que se apropian. Y no se trata solamente de Salinas Pliego quien se siente robado cada vez que el fisco logra pellizcar su fortuna, no, de ninguna manera. La negativa a pagar impuestos es parte del ADN empresarial mexicano, si no de todos, sí de una gran parte de ellos, según lo documenta Viri Ríos en su estupendo libro “No es normal”.
En ese texto se narra, entre otras muchas cosas, como el gobierno mexicano intentó, en los años sesenta, poner orden en la tributación fiscal. Para ello contrató al economista Nicholas Kaldor, en ese entonces una de las autoridades académicas mas reconocidas a nivel mundial, sobre todo en lo que se requiere a los esquemas de la llamada “tributación progresiva”. En cuanto lo supieron las élites empresariales se opusieron. Su oposición tuvo tal fuerza que doblegaron al gobierno mexicano al que obligaron a “desinvitar” a Kaldor. Y, sin embargo, el gran economista vino, hizo su estudio y sus recomendaciones que al final… se archivaron. Tiempo después, cuestionado al respecto el secretario de Hacienda, Antonio Ortíz Mena, confesaría que “en México los impuestos no se pueden subir sin que primero lo acepten los ricos”.
En esas palabras del responsable de las finanzas nacionales, se puede vislumbrar la relación que después de la Revolución Mexicana se construyó entre los dueños del dinero y los políticos nacionales, una relación de poder en la que los representantes gubernamentales no han sido otra cosa que subordinados de los capitanes de empresa. Esa es, quizá, la principal razón por la que desde la elección que “ganó, hayga sido como hayga sido” Felipe Calderón, una buena parte de la clase empresarial convirtió a López Obrador en “peligro para México”. Y es, también, la razón por la que políticos e intelectuales neoliberales se oponen tan encarnizadamente al obradorismo. Un presidente que no se comporta como gerente de esos intereses es, por supuesto, un peligro, pero para sus privilegios, para sus intereses. Por eso compraron un par de partidos, el PRI y el PAN, dos membretes que nada significan para el electorado, salvo corrupción e impunidad. Son los membretes que les permiten impulsar una candidata con la que no van a ganar pero que, cándidamente, les ayudará a obtener espacios en el Congreso para evitar las reformas que todavía tiene pendientes López Obrador. Con ellos marean a quienes de verdad creen que, ahora sí, ya estamos en una dictadura comunista.