De las muchas consecuencias que sigue teniendo el gobierno de López Obrador están, lamentablemente, las diferentes reacciones de una derecha que no ha sabido reaccionar ante la apabullante derrota sufrida en 2018. No acaban de entender que el hartazgo de la gente es tal que decidió dejar de creer en las promesas neoliberales sobre un progreso que no acaba de llegar. Por el contrario, los mexicanos se cansaron de esperar que les llegaran los beneficios de nuestra “incorporación al primer mundo” que, se supone, llegarían una vez que abriéramos nuestras fronteras a productos y culturas extranjeras. Se cansó la gente de ver como los recursos públicos y las riquezas naturales se convertían en la fuente de enriquecimiento de unos cuantos, y de empobrecimiento de muchos.
El neoliberalismo es, quizá, crecimiento económico, pero no es desarrollo. Es acumulación de riquezas en pocas manos y crecimiento desmesurado de la pobreza. No es cuestión de méritos sino de justicia. No es que sean pocos los que se esfuerzan y por eso tienen lo que tienen. Se trata, más bien, de una estructuración social que dejó afuera a aquellos que hicieron una revolución a principios del siglo pasado, precisamente porque se hartaron de la injusticia.
Hoy, de nueva cuenta, la liberalización de leyes e instituciones pone los bienes públicos al alcance de quien tenga más dinero, o más poder político, o los mejores contactos para torcer una legislación que, de por sí, ya propicia una desigual distribución de riqueza y oportunidades. Del Estado benefactor pasamos, desde principios de los años 80 al Estado neoliberal. De la protección de instituciones que atemperaban la explotación pasamos a una institucionalidad que legitima el despojo, eso que David Harvey llama acumulación por desposesión.
¿Cómo es que hemos permitido tal deterioro social? En buena medida es porque el neoliberalismo también es relajamiento de ideas, valores y principios que, sin ser comunitarios, por lo menos ponían límites a la rapiña que luego caracterizaría al periodo neoliberal. De pronto y a partir de 1982, tanto en la política, en la económica como en la cultura se instauró un nuevo sentido común que privilegia el beneficio individual, aún a costa de los demás. Con esa mentalidad, los ricos están convencidos de que merecen sus riquezas, independientemente de los medios que hayan usado para obtenerlas, mientras que los pobres asumen su pobreza como el resultado natural de sus propias incapacidades. Lo peor, es que estos pobres y muchos clasemedieros ven en los otros (sus iguales) la causa de sus miserias y entonces el odio se convierte en la guía de su acción política. En ese contexto, las ideas más primitivas sirven para “explicar” la desigualdad y la falta de oportunidades. Asumen el marco ético y la normatividad como obstáculos artificiales a la obtención de mejores ingresos, acceso a la educación y a servicios médicos de calidad. Para ellos el enemigo es el otro, el diferente. O el igual pero que disputa los escasos recursos disponibles. En ese contexto de frustraciones y rencorosas formas de enfrentar la vida las propuestas fascistas se vuelven posibles. Ahí es donde aparecen acciones de intolerancia, de desprecio a los que piensan diferente, a los que piensan. Como ejemplo de ello en octubre pasado se organizó en la ciudad de México un concierto convocado por organizaciones fascistas. Luego en noviembre, en la misma ciudad, se llevó a cabo la Conferencia de Acción Política Conservadora (CAPC), junto a otros eventos en los que el propósito es el mismo: practicar la libertad (propia) de atacar la libertad (de los demás).