Arrancamos… Los treinta años de estabilidad que generó el Porfiriato trajeron progreso, industria y modernidad a México, pero el hecho es que el bando liberal tampoco logró establecer una institucionalidad en el poder. La modernidad que comenzó a llegar en los últimos años de Juárez se mantuvo con Lerdo de Tejada y con Díaz, el Estado mexicano finalmente logró consolidarse, se ejerció control sobre todo el territorio, se impuso la ley y México entró en su periodo de revolución industrial. Con Díaz llegan los ferrocarriles, el teléfono, el telégrafo, el cine, las refinerías, las siderúrgicas, las presas fotoeléctricas, las minas, la extracción de petróleo, los grandes ampos de cultivo, la educación. Hay que decirlo como es: todo lo que don Porfirio fue capaz lagar se debió a la Reforma, a esa modernización del Estado promovida por Juárez y el grupo liberal. Díaz era finalmente parte del mismo partido liberal, compartía ideario y visión del mundo con ellos. Pero para conservar el poder eternamente uno tiene que irse haciendo conservador, y eso le pasó a Porfirio Diaz. Pero además era difícil mantener ciertas políticas liberales en un pueblo profundamente conservador. Particularmente es difícil mantener una postura en contra de la Iglesia con un pueblo can fervorosamente creyente. Era necesaria la paz con la Iglesia, y para eso sólo había una forma: mantener sus privilegios. Parte de la aparente paz social del Porfiriato se debe a que la Iglesia dejó de azuzar al pueblo, y eso porque don Porfirio decidió ser parcial en el cumplimento de las Leyes de Reforma. Tanto se volvió a meter la Iglesia en la política que terminó por haber otra guerra contra ella, en los últimos años de la Revolución; la llamada Guerra Cristera. Bajo el gobierno de Plutarco Elías Calles se intentó nuevamente que la Iglesia cumpliera la ley, que pagara impuestos, que se atuviera a las disposiciones de la Constitución de 1917, y eso significó otro levantamiento. La Iglesia quedó nuevamente fuera de la política con Calles y con Cárdenas... y otra vez está metida de lleno en el siglo XXI. Pero la reflexión que no hay que dejar fuera es que la idea y el intento de modernizar este país, de transformarlo, lo cual se tradujo en la confrontación de ideologías, nos sumió en una década de matarnos unos a otros, diez años en que los grupos de poder estuvieron dispuestos a destruir el país que pretendían gobernar, y desde luego, a lanzar al pueblo a pelear sus batallas. Esto muy poco ha cambiado en el siglo XXI. La democracia es un conflicto institucionalizado, es así en México y en el mundo. Parte de la base de que hay diversos grupos sociales con intereses distintos, y la democracia es la forma legal de que dichos grupos e intereses compitan por el poder. En los países con pueblos civilizados ese conflicto es cada vez menor, porque la evolución los ha llevado a comprender que sólo la inclusión total lleva a la paz; pero en México, con un pueblo tan proclive a la guerra, la democracia no ha dejado de ser una batalla campal. Para que esa guerra institucionalizada y encauzada funcione y no se convierta en guerra franca y abierta, es fundamental, además de esa búsqueda de inclusión, que exista el respeto a las ideas diferentes, el diálogo que no busca convencer sino escuchar, la empatía por las causas ajenas y los problemas de los otros. No existió eso en los primeros treinta años de vida independiente, no ocurrió en la Reforma y no pasó en la Revolución. Desde luego, no pasa ahora. Desde que comenzamos a jugar a la democracia, en 1989, comenzamos a demostrar lo absolutistas que seguimos siendo, y desde que hay redes sociales podemos constatar el odio que nos tenemos. Del año 2000 al 2018 México comenzó a tener una Fractura ideológica tan terrible como la que hubo durante la Reforma; una tensión en la que estar o no con un político y su ideo-logia se convirtió en motivo de conflicto, en insultos, etiquetas y juicios intolerantes de ambos bandos.
MI VERDAD.- Quizá la Reforma cambió momentáneamente la estructura fundamental del país, pero no cambió ni por un instante la mente intolerante del mexicano.