En agosto del año pasado, México acusó a productores y distribuidores de armas norteamericanos de “prácticas comerciales negligentes e ilícitas que facilitan el tráfico ilegal de armas a México”. Lo hizo ante un juez en Massachusetts, mismo que finalmente desestimó la denuncia porque alguna ley protege a los fabricantes contra cargos por la forma en que los compradores usen sus armas. Ante tal situación, el gobierno de nuestro país ya declaró que impugnará el fallo para persistir en el intento de restringir el acceso de los narcotraficantes mexicanos a los arsenales que se venden tan fácilmente en el vecino país del norte, sobre todo en las tiendas de armas que se ubican muy cerca de la frontera con nuestro país.
Nuestro gobierno, además, está preparando una segunda demanda, con similares características y contra las mismas armerías, pero ahora en Arizona para aprovechar una nueva legislación bipartidista que fue impulsada a raíz de la masacre en Uvalde, Texas. La idea es aprovechar que esta ley sanciona “a quienes compren armas que vayan a ser utilizadas por grupos criminales” Y, por si no fuera suficiente, nuestro gobierno presentó la misma denuncia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
En síntesis, somos un país que se siente agraviado por la laxitud con la que se fabrican y venden armas de fuego en Estados Unidos y culpamos a gobierno y fabricantes de armas de ese país de que esas mismas armas sean usadas por los narcotraficantes mexicanos para cometer sus asesinatos.
Paradójicamente, ante la misma Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el gobierno mexicano ha sido denunciado como el responsable de “la militarización de la seguridad pública de nuestro país”, denuncia presentada por 23 diversas organizaciones, casi todas vinculadas con la defensa de los derechos humanos. Entre ellas destaca el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro y la agrupación “Buscando Desaparecidos México” (Buscame). Argumentan, con justa razón, que desde que Calderón sacó al ejército de sus cuarteles para cuidar las calles de nuestras ciudades, las violaciones a los derechos humanos de pacíficos ciudadanos mexicanos (lo que incluye desapariciones y ejecuciones) han aumentado drásticamente y, lo peor, a manos de quienes tienen la obligación de protegernos.
Para sustentar lo anterior, el Centro Pro ha señalado que de 2019 a agosto de 2022, la Comisión Nacional de Derechos Humanos recibió mil 560 denuncias contra elementos del ejército y más de 300 contra los de la Marina. De manera que una mayor permanencia de los militares en las calles solo puede presagiar una mayor vulneración de los derechos humanos. Esta postura es respaldada por la ONU, particularmente por la representación en México de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos. La respuesta de nuestro gobierno ante tal denuncia ha sido, como ya se ha vuelto una lastimosa costumbre, la descalificación hacia dichas organizaciones, al grado de acusarlas de “servir, simular y actuar como arietes del conservadurismo de México y de otras naciones”, esto dicho por el mismísimo López Obrador. Así, tenemos un gobierno que, por un lado, exige al gobierno de otro país (Estados Unidos) que haga la chamba de proteger nuestra frontera (chamba que le corresponde al gobierno mexicano) y, por otro lado, ese mismo gobierno, el mexicano, sostiene que poner a militares (con la orden de ¡abrazos, no balazos!) a cuidar nuestras calles es una política adecuada porque ya “no se violan derechos humanos y ninguna corporación militar comete actos de barbarie”. Bueno, eso es lo que dice el gobierno mexicano. La sociedad civil, para variar, tiene otros datos.