Finalmente parece que López Obrador se convenció de que no hay policía confiable, ni manera de limpiarla de los elementos corruptos y corruptores. Como a Calderón, al presidente lo ha fascinado la disciplina castrense, la ciega obediencia y, sobre todo, un aura de presunta incorruptibilidad que la hace apostar a la opción militar para que se haga cargo de actividades que nuestra Constitución asigna exclusivamente a autoridades civiles, como es el caso de la seguridad pública.
Convencido está de que la corrupción institucional solamente afectó a quienes fueron servidores públicos en administraciones pasadas y que, por lo tanto, basta con apoyarse en elementos que no fueron parte de gobiernos de lo que él llama “el periodo neoliberal”. La honestidad reside entre sus colaboradores, mientras que las corruptelas forman parte del quehacer de gobiernos anteriores.
Sin embargo, la terca realidad muestra, casi cotidianamente, que aún entre quienes integran su equipo de trabajo abundan quienes han sido señalados por violar el credo amloista de “no robar, no traicionar, no mentir”. La visión de enorme alcance que tiene López Obrador, suficiente para proyectar su idea de país trascendiendo su propia administración y haciendo irreversibles los cambios por él impulsados, le impiden ver las carencias de su equipo mas cercano. A la falta de experiencia y capacidad técnica se agrega la carencia de honestidad y compromiso con el servicio público en muchos de sus colaboradores.
Con la mirada puesta en las próximas elecciones, donde se juegan los destinos electorales de los últimos bastiones priistas, Estado de México y Coahuila, no duda en trazar estrategias que por si mismas corrompen la voluntad popular y la congruencia entre militancia y partidos. Con programas sociales y operadores mas electorales que de servicio público, López Obrador teje poco a poco la red en la que atrapa gobernador tras gobernador para que se hagan a un lado y permitan la libre acción de sus operadores, a veces encubiertos como “Servidores de la Nación” y otras veces actuando al descubierto.
En ese entorno se presenta la necesidad de dar respuesta al sostenido crecimiento del poder del crimen organizado, por un lado, con los programas sociales y, por el otro, con una Guardia Nacional que nació civil pero que está mutando a militar. Así, la presencia de los soldados y marinos en la administración pública se extiende a las calles, con los riesgos que ello implica para el libre ejercicio de una ciudadanía que no acaba de cuajar en nuestro país.
Una vez que los diferentes cárteles se han apoderado de vastas franjas del territorio nacional la vida civil se dificulta sin la presencia militar que todos asumimos que era temporal. El supuesto era que la militarización sería mientras se reestructuraban y fortalecían las diversas policías, tal como lo mandata la Constitución para la atención de la seguridad pública. Todo indica que no es así, que el Estado mexicano ha renunciado a cumplir con la encomienda de brindar seguridad de manera eficiente, honesta y, sobre todo, sin las violaciones a los derechos humanos que parecen coincidir ahí donde la milicia cumple funciones para los que no fue creada.
No se trata de echar porras a una oposición que está tan desprestigiada que sus críticas no pueden tomarse en serio. Se trata solamente de que no queremos vivir en un país donde la bota militar sea la que marque el paso de una sociedad urgida de aprender a vivir en democracia. Se trata de que necesitamos instituciones civiles de seguridad pública que funcionen, mientras los soldados velan por la seguridad nacional.