POR: MIGUEL ÁNGEL SAUCEDO L.
Ser partidario de algo o de alguien, tener una preferencia por una marca, un equipo o una persona o agrupación que vaya más allá de los controles racionales, es fanatismo. Es la negación de que los impulsos, en buena medida motivados por nuestra corporalidad, puedan ser encauzados por las reglas que le dan sentido a la vida en sociedad. Así, el coraje por alguna situación generada por alguien, puede dar lugar al odio hacia ese alguien. Es la incapacidad para procesar las divergencias, para resolver diferencias sin deshacernos de los diferentes.
Es en la religión donde se muestran más fácilmente esas incapacidades, aunque también hay otros ambientes en los que se dificulta la comunicación y, por tanto, la convivencia, una vez que el fanatismo es la característica principal de nuestra forma de relacionarnos. Es el caso de la política, el arte o el deporte. Compartimos posturas con algunos y, por supuesto, diferimos de lo que otros más pueden pensar. Ello no implica ningún problema si sabemos gestionar nuestras diferencias, si podemos expresarlas sin violencia, sin la pretensión de que los demás deben pensar como nosotros.
Sin embargo, nuestra formación dista mucho de ser receptiva y comprensiva de lo diferente, nuestra capacidad de diálogo parece agotarse cuando llegamos a esos aspectos de la vida de los que tenemos perspectivas tan disímiles, tan diferentes que nos preguntamos cómo es que alguien pueda tener ideas tan alejadas de las nuestras que, por supuesto, son las que consideramos como normales, lógicas, justas.
La diferencia en sí misma no es problemática, el conflicto empieza cuando nos descubrimos incapaces de entender que alguien pueda considerar valioso lo que consideramos de poco valor, o que desprecien lo que, desde nuestra perspectiva, tiene la mayor trascendencia. Cuesta trabajo entender que un equipo de futbol pueda encarnar los más altos valores para un individuo, y más difícil será entender que puedan ser muchos, incluso miles, quienes otorguen a las victorias o derrotas de ese equipo futbolero la trascendencia que tiene la vida misma.
Se vale asistir a un partido de futbol buscando la catarsis, la oportunidad para desahogar las tensiones acumuladas en la semana identificándose con un equipo que represente lo que somos o creemos ser. Lo que no se vale es que en ello nos vaya la vida, que el honor, nuestro honor sea depositado en las piernas de once jugadores a quienes asignamos la responsabilidad de mantenerlo a salvo de otros once rivales, en cuyas piernas descansa la obligación de salvar el honor de sus partidarios.
El futbol, como cualquier deporte, especialmente los de contacto físico, es una posibilidad permanente para el roce, para lastimar o salir lastimado, aun cuando no sea esa la intención. Las reglas no buscan tanto evitar el contacto sino evitar que los ánimos se desborden y den lugar a agresiones que tienen el propósito de inhabilitar, de dañar al contrario. Sin embargo, de un tiempo a la fecha (a partir de los años noventa, según Beatriz Pereyra) algunos directivos del futbol mexicano asumieron que era necesario llevar más gente a los estadios, para ello buscaron aumentar la animadversión entre simpatizantes de los equipos. Importaron el modelo argentino de las “barras bravas” que sustituyeron a las porras y de ahí en adelante, el riesgo de confrontación entre “barras” aumentó.
Lo que hoy tenemos es un modelo de espectáculo que cada vez es menos familiar, con estadios convertidos en cantinas gigantescas y con aficionados que son azuzados durante toda la semana por “comentaristas” que se agreden unos a otros, al menos verbalmente, delante de las cámaras de televisión.