POR: AGENTE 57
Arrancamos… Los conquistadores españoles, las autoridades virreinales, la dictadura porfirista y la Iglesia católica coincidieron en una misma meta: someter política y espiritualmente a las masas por medio de las armas y de los confesionarios, exprimirlas y explotarlas sin detenerse a considerar que su creciente desesperación podría provocar estallidos sociales, como aconteció durante la guerra de Independencia, la guerra de Reforma y la Revolución Mexicana. El Partido Nacional Revolucionario (PNR) y posteriormente PRI tendrían objetivos similares: el control férreo de las clases populares. Nada nuevo. El carro completo se convirtió en una provocación social, no solo por ignora la voluntad electoral de la nación a la usanza obregonista-callista, ¿Cuál sufragio efectivo?, sino porque además sus pasajeros privilegiados se enriquecieron ostentosamente a los ojos de una nación cada vez más dividida y resentida, que en ningún caso lograría cosechar los frutos del bienestar y de la prosperidad prometidos al finalizar el movimiento armado. La mayor evidencia de esto es la existencia de millones de mexicanos sepultados en la miseria hasta nuestros días, resultado de la herencia callista que desconoció el orden jurídico e ignoró a las instituciones republicanas desde 1924 y a lo largo del vergonzoso Maximato: “Aquí vive el presidente; el que manda vive enfrente”. Decía el populacho. (en Coahuila se pretende instaurar un Maximato) La Iglesia católica se opuso a la Constitución de 1857 y convoco a una sangrienta lucha armada. Sesenta años después, el clero se opuso a la aplicación de la Constitución de 1917 y pretendió derrocar a la administración de Plutarco Elías Calles, provocando la Guerra Cristera. En 1927 intento derrocar al gobierno invitando a millones de fieles a paralizar económicamente a la nación y cerró la puerta de los templos con tal de ejercer presión desde cualquier ángulo posible. Agotados todos los recursos, tramó y ejecutó el asesinato del presidente electo (reelecto) de la Republica Obregón y Calles, por su parte, al estilo más decantado de los caudillos del siglo XIX, traicionaron a la nación al violar los postulados de la revolución, ignoraron los principios democráticos y desconocieron a las instituciones por los que había dado la vida más de un millón de mexicanos. El 17 de Julio de 1928 fue asesinado Álvaro Obregón. La versión oficial dice que, siendo presidente electo, fue asesinado a tiros por José de León Toral, pero la autopsia firmada por el Mayor médico cirujano adscrito al Anfiteatro del Hospital Militar de Instrucción, Juan G. Saldaña certificaba que el cadáver del divisionario presentaba diecinueve heridas, 13 orificios de entrada y 6 de salida de balas de distintos calibres y concluyó que o el tirador usó 6 pistolas o hubo seis tiradores. Para colmo, también asesinados o en circunstancias extrañas. La lista de sospechosos de tanta desgracia y vergüenza nacional incluye al presidente Plutarco Elías Calles, al fundador de la CROM, Luis N. Morones (el gordo) a la renombrada madre Conchita y a una serie de oscuros personajes encumbrados del clero de México. El presidente Calles aseguró en su último informe de gobierno, que no mantendría en el cargo a pesar de que prominentes revolucionarios se lo sugerían. Maniobró habitualmente entre los obregonistas para que Emilio Portes Gil fuera nombrado para ocupar la Presidencia de la República. Acto segundo, el “turco” se las arreglaría para que el poder fuera transmitido a Pascual Ortiz Rubio, el Nopalito, el presidente pelele. El Maximato en todo su explendor. José de León Toral fue fusilado en Febrero de 1929, mientras que la abadesa fue condenada a veinte años de prisión en las Islas Marías, hasta que en la primera semana del mandato de Ávila Camacho fue liberada definitivamente. Las pandillas políticas y clericales descansaron cuando a Toral le dispararon el tiro de gracia con el que estaba garantizado el silencio eterno. La madre Conchita cumpliría con su palabra: guardaría un escrupuloso silencio. Viviría muchos años. Como bien lo sentenciara Luis Donaldo Colosio poco antes de ser acribillado: “mis paisanos sonorenses escribieron con sangre la historia de México”. Los mexicanos aceptamos que la herencia callista se impusiera durante setenta años a lo largo del siglo XX. El precio de la indolencia y de la apatía social, el interminable proceso de putrefacción que hoy vivimos de las instituciones republicanas lo pagamos, hoy en día, con tan solo salir a la calle. MI VERDAD.- La conjura del silencio de los crímenes de Estado existe hasta nuestros días. N.L.D.M.