POR: MIGUEL ÁNGEL SAUCEDO L.
Cuando Keynes ganó a Hayek la partida respecto a cómo ordenar la economía capitalista después de la crisis del ’29 parecía que todo estaba dicho. No fue así. El orden resultante, luego de que las propuestas keynesianas dieran lugar al Estado benefactor, funcionó como acicate para reformular las propuestas que Hayek y seguidores continuaron impulsando. Nunca descansaron, nunca se rindieron. El miedo a la intervención del Estado en la economía los condujo a imaginar un asedio estatal permanente sobre sus fortunas, un peligro para sus privilegios.
Por eso, mientras las propuestas de Lord Keynes se convertían en políticas de gobierno, incluso en él mismísimo Estados Unidos, Hayek buscó el apoyo moral y, sobre todo, económico de aquellos que, como él, compartían el miedo a todo lo que implicara la regulación estatal sobre la actividad económica. No batalló para encontrar patrocinadores de coloquios y encuentros que reunieran, por un lado, a quienes poseían el capital y, por el otro, los que tenían las ideas para la construcción de una sociedad donde la desigualdad fuese el motor de la prosperidad.
Así nació en París, allá por 1938, el Coloquio Lippmann, reunión de 84 pensadores y empresarios convencidos de que la libertad no debería limitarse, ni siquiera ahí donde empezaba la libertad del otro. Ahí estuvo Hayek, junto a otros pensadores dispuestos a intercambiar ideas que permitieran, lo más pronto posible, desbarrancar el proyecto económico keynesiano que parecía haber llegado para quedarse. El pretexto de tal reunión era la presentación de la versión francesa del libro The Good Society, de Walter Lippmann, mientras que el objetivo real era la construcción de una estrategia para la defensa del mercado, particularmente del mecanismo de precios como la más eficiente forma de organización de la economía y, por añadidura, de la sociedad.
Para cualquier sociedad las transformaciones más difíciles son las culturales o ideológicas, pero también las más duraderas. Eso lo sabía Hayek, por eso se dedicó a trabajar en la creación de “tanques de pensamiento”, es decir, grupos de pensadores que formaran a otros pensadores y que se dedicaran a la divulgación de sus ideas hasta que lograran qué éstas se convirtieran en políticas de gobierno, específicamente, en política económica.
A partir de los años 70 el modelo keynesiano muestra su agotamiento y aparece, al fin, la posibilidad de que las ideas de Hayek se conviertan en política estatal o, más bien, en la retirada estatal de la política para ceder su lugar a la economía. En otras palabras, el mercado deja de ser regulado por la sociedad para convertirse en el nuevo regulador de la vida social. ¿Y el Estado? Bien, gracias, queda reducido a su mínima expresión, en tamaño y, sobre todo, en poderes.
Una tras otra las naciones empiezan a caer bajo el influjo de las ideas hayekianas. Con un liberalismo a ultranza los países van cancelando los controles que tenían sobre la economía. La inversión llega, pero el relativo bienestar se va. A partir de los años 80 crece la lista de millonarios, pero crece también el número de millones en pobreza. Es la década de la desigualdad, pero nos explican que así es al principio, que luego esos millonarios harán el “efecto cascada” que consiste en que la riqueza que no les quepa en los bolsillos caerá hacia los que están más abajo en la escala social. Eso, por supuesto que no sucedió, ni sucederá.
De hecho, sucedió al revés, el capital se las arregló para vaciar los bolsillos de los trabajadores y apropiarse de sus prestaciones, pensiones y ahorros. Otra vez.