POR: MIGUEL ÁNGEL SAUCEDO L.
Cuando uno rastrea las posibles explicaciones del autoritarismo como actitud, es decir, como relación con los demás, es posible encontrarse con muy diversas propuestas de abordaje. Una de ellas es la desarrollada por Erich Fromm. Básicamente propone que hay tres niveles desde los cuales se puede estudiar la conducta autoritaria, de los cuales destaca el histórico. Desde ésta perspectiva, el ser humano perdió la enorme seguridad que tenía en el medioevo a cambio de la libertad individual, desconocida hasta entonces, que obtuvo a partir de las revueltas con las que finalizó la Edad Media.
El ser humano adquirió así la libertad, pero no la capacidad para usarla, vamos, ni siquiera el valor requerido para ejercer tan poderoso derecho. Formateado para obedecer y, eventualmente, para mandar (por los siglos de esclavismo y luego de servidumbre), el hombre moderno aprendió que el máximo nivel de ejercicio de su libertad consiste en decidir… a quien le cede el poder de decidir por él. Sumisión y dependencia son las “virtudes” cultivadas por las instituciones estatales y eclesiales durante centurias, todo con el afán de mantener el injusto sistema social. El instrumento favorito era y sigue siendo el paternalismo que inhibe la necesidad de tomar decisiones. El resultado es lo que Fromm toma para usar como título de su libro, el miedo a la libertad que fue justamente lo que dio a Hitler la oportunidad de tomar decisiones por un pueblo, el alemán, que tenía miedo de asumir el control de su propio destino.
En nuestro país habría que agregar que, como en el resto de América Latina, tardamos tres siglos más en llegar a esa circunstancia que llamamos Independencia, ese momento histórico a partir del cual, por lo menos ese es el supuesto, nos haríamos cargo de nuestro propio destino. Tan no lo logramos que hace menos de treinta años la escritora Ikram Antaki nos dedicó un texto titulado “El pueblo que no quería crecer”, libro incómodo para los mexicanos porque refleja nuestro miedo a la libertad, a la adultez que nos permitiría hacernos cargo de nuestro destino como país.
Sin embargo, la heterogeneidad de los mexicanos impide hacer juicios absolutos pues, a querer y no, somos un pueblo con amplia diversidad cultural y, sobre todo, con un muy desigual acceso a los bienes socialmente construidos, entre ellos la educación. Con muy diferentes intereses, cuesta trabajo construir un proyecto de nación que, más o menos, dé cabida a la multiplicidad de necesidades y propósitos de los diversos géneros, clases y grupos que conformamos este país. Y, hasta ahorita, la única forma que hemos conocido de agrupar tanta diversidad, ha sido el autoritarismo. Es hacia donde tendemos de manera dizque “natural”.
Fifís versus chairos, conservadores contra liberales, con AMLO o contra él parecen ser las únicas posiciones que se pueden jugar en este intento de (re)construir nuestra nación. Difícil elección pues en ambos lados el común denominador es el miedo al crecimiento del pueblo mexicano. Desde ambas perspectivas se ve a los mexicanos como menores de edad, incapaces de distinguir entre el bien y el mal. Desde ambas trincheras se pelean el derecho a conducirnos, sabedores que, en efecto, muchos mexicanos portamos el virus del autoritarismo que, como dice Fromm, se manifiesta por lo menos en dos formas; por un lado, con una tendencia fuerte hacia la sumisión y dependencia y, por el otro, en la “necesidad” de someter a los demás al grado de anular su voluntad. Para este tipo de personas nada hay más intolerable que la libertad, sea propia o ajena. Molesta y asusta igual.