POR: AGENTE 57
ARRANCAMOS…-DEMOCRACIA Y DESPOTISMO COMO FORMAS DE CONCEBIR AL HOMBRE del mismo modo que las ideas y las doctrinas, las ideologías políticas entrañan una concepción sobre el ser humano. La democracia, por ejemplo, que se apoya en el principio de la soberanía popular, funda la legitimidad del poder en el consentimiento de los gobernados, y éste, para darse, supone no sólo la libertad para ser emitido, sino, también, el sentido en que se da. Esto es, que el ciudadano que lo otorga, acepta o rechaza, de acuerdo con sus ideas, el sistema político en que vive, y es a él a quien incumbe decidir lo que conviene al cuerpo social, quién o quiénes deben gobernarlo, y cómo. Por esta razón, el voto electoral, el referéndum, el acatamiento voluntario de las normas jurídicas y aún la crítica, la protesta, la abstención electoral y el rechazo de las normas, son formas cívicas del consentimiento- o del disentimiento- político, gracias a las cuales se integra el plebiscito cotidiano en que recaer la fuerza cohesiva de una Nación, por más que fluctúe de modo imponderable. Por el contrario, toda forma totalitaria de gobierno indica un estrechamiento de los atributos que se le reconocen al ser humano. Como si éste hubiese perdido su dignidad y su valor, o su nota dominante fuese de mérito pobre cuando no de valor negativo. Por de pronto, es sintomático que los despotismos hayan tenido su apoyo en concepciones deleznables del ser humano, destacando siempre los aspectos negativos de su naturaleza, (egoísmo, debilidad, peligrosidad, maldad, etc.), y exhibiéndolo como una criatura incapaz de autocontrol. De este modo se ha pretendido justificar históricamente el cerco político en el que se le confina, arguyendo, en los casos extremos, que sólo se trata de controlar sus instintos e incluso evitar su destrucción. Dondequiera que ha surgido la forma totalitaria de gobierno, ha partido de una real o supuesta incompetencia popular para orientar al poder público, de manera que el déspota en turno sustituye y concentra en el ejercicio irrestricto del poder, la suma de voluntades abatidas o ineptas. De todas suertes, parece claro que dentro de esta forma de gobierno la escala de la valoración humana se simplifica en dos peldaños: el que corresponde a la dictadura, que aparece pleno de visión, y el de la masa sometida, a quien se supone cargada de torpeza irremediable. Sabido es que los grandes tiranos de la historia han guardado, desde Kreón hasta Hitler, un profundo desprecio hacia las masas populares, y que en el lenguaje político empleado por los grandes demagogos de corte dictatorial, ha existido, atrás del halago con que se ha fanatizado a los pueblos, una evidente falta de respeto a la dignidad humana, demostrada por la forma irresponsable como se han manejado las ideas, los instintos sociales y el poder. El sólo hecho de que los sistemas totalitarios recurran con suma frecuencia a la exaltación de las bajas pasiones populares, como ocurrió con el fascismo italiano y el alemán, demuestra la baja estima en que se tiene el ser humano. Otra de las formas deshumanizantes de las autocracias consiste en la ausencia de la libertad para la manifestación de las ideas, siempre y cuando éstas no se ajusten a los moldes del pensamiento imperante. Como resultado no sólo se fomenta la ausencia del espíritu crítico- tan valioso para reorientar al poder público y la fluidez de las ideas y a los sistemas que tienen que volverse rígidos- sino se fomenta un espíritu de intolerancia que trasciende a todos los niveles de la sociedad, sembrando la desconfianza entre los hombres lo mismo en los centros de trabajo o de reunión pública, que en el hogar. No debemos olvidar, además, que frente a la actitud crítica que preside al ejercicio de la democracia, mediante la confrontación de las ideas en un diálogo público y libre que permanece siempre abierto, y que se desarrolla- claro está- por los conductos institucionales que proporciona el sistema representativo, el totalitarismo aparece como una actitud dogmática y cerrada, carente de los mecanismos de autocorrección que caracterizan a la democracia, y de la comunicación que debe existir entre los gobernantes y los gobernados. Esta es la razón, a nuestro ver, por la actitud del hombre dentro de las democracias varía esencialmente de la que guarda en las dictaduras, supuesto que en éstas no cuenta como ser autónomo, sino como mero instrumento; como cosa, como fuerza ciega de decisiones políticas que no comprende ni lo toman en consideración. De ahí su sensación de anonadamiento y de frustración. Las imágenes de “El Leviathan”, de Hobbes, del Estado Total que describe Carl Schmidt, o del Monstruo del Estado que denunciaba Mc Iver, no pueden ser más elocuentes para hacer ver la anulación que sobrecoge al hombre frente a los despotismos, pretendiendo borrar en él cuanto vestigio de autonomía puede tener, en un proceso despersonalizador sistemático y uniforme. Por el contrario, el valor y sentido de la democracia reside de su capacidad para mantenerse alerta y asimilar las diferentes corrientes de opinión que proporcionan los ciudadanos, incluso los divergentes, incorporando aquellos cambios que la colectividad juzga necesarios, conjugando las diferencias de los grupos hostiles entre sí para evitar que trascienden a la sociedad entera, y ponderando sus intereses. Para decirlo en una palabra: gracias al flujo y reflujo que existe entre opinión pública y poder, el ciudadano siente que dentro de la democracia es, lo mismo cuando consiente que cuando difiere, cuando acierta y cuando yerra, un colaborador, un participante, una persona.
MI VERDAD.- Es indudable que la política posee un formidable aparato de enajenación. NLDM