La mejor columna política de La Laguna, por SinCensura®.
La fuerza del agua arrasó con calles, casas y esperanzas en Veracruz. Pero también —y tal vez, sobre todo— se llevó consigo el ya de por sí menguado capital político de la gobernadora Rocío Nahle.
La tragedia en Poza Rica sorprendió a su gobierno dormido. Mientras el río Cazones desbordaba y las imágenes inundaban las redes, Nahle concedía una entrevista en la que minimizaba el desastre. No tenía idea de lo que ocurría, literalmente, bajo su propio mandato.
Desde el viernes circula una versión que pinta de cuerpo entero el desorden administrativo del gobierno veracruzano: Nahle decidió no renovar la póliza de seguro contra desastres naturales que cada año contrataba el Estado. No lo desmintió ni ella ni nadie de su gabinete.
Y la historia se complica. En mayo, la gobernadora firmó un decreto para crear una aseguradora estatal, la Aseguradora Veracruzana de Servicios Integrales (AVSI). Sobre el papel, un organismo descentralizado con personalidad jurídica y patrimonio propios, adscrito a la Secretaría de Finanzas. En la práctica, un ente invisible: nadie sabe dónde opera, quién lo fondea ni si cuenta con el visto bueno de Hacienda.
Según el decreto, la AVSI cubriría desde seguros de vida y salud para empleados públicos hasta daños por desastres naturales. Una idea brillante… si existiera. Porque hasta hoy, ni la aseguradora funciona ni Veracruz tiene cobertura.
¿Negligencia o negocio? En México esas líneas suelen confundirse.
La falta de previsión hizo su trabajo. Poza Rica amaneció convertida en laguna. El gobierno estatal no previó el crecimiento del río Cazones, y la reacción federal fue lenta. Cuarenta y cuatro muertos, más de 130 municipios afectados y miles de damnificados después, la tragedia revela algo más profundo que el desbordamiento de un río, el desbordamiento de la ineptitud.
Mientras tanto, Pemex —no el gobierno estatal— se convirtió en el primer respondiente. Fue un trabajador, Chuy Escamilla, por cierto, es coahuilense, quien dio la alerta de emergencia que permitió evacuar a la población. Los convoyes de Pemex han sido más visibles que los del gobierno. Ironías de la Cuarta Transformación.
La presidenta Claudia Sheinbaum decidió hacer lo que su antecesor evitó, dar la cara. Llegó a Veracruz y Puebla apenas dos días después de las lluvias, recorrió colonias devastadas y prometió apoyo permanente.
El problema es de dónde saldrán los recursos. El desaparecido Fonden —que López Obrador eliminó por “corrupto”— era el fondo de contingencias que permitía a los estados reaccionar sin quebrar. Hoy, entre fideicomisos extinguidos y presupuestos etiquetados, nadie sabe con qué se financiará la reconstrucción.
Y para colmo, la solidaridad ciudadana, tan característica del mexicano, parece haberse diluido. Videos muestran a voluntarios bloqueados por militares con la consigna de que “toda ayuda debe pasar por los canales oficiales”. Ya sabemos cómo termina eso, cajas apiladas en bodegas o repartiéndose con logos de partido.
El viaje de Sheinbaum a Veracruz no solo fue humanitario, fue político. La presidenta, dicen testigos, recriminó en privado a la gobernadora por no tener control territorial ni político. En público, el enojo se disimuló; en privado, se sintió el jalón de orejas.
La molestia fue doble, por la falta de previsión ante el desastre y por el riesgo que corrió la mandataria federal al recorrer zonas sin seguridad adecuada. No faltaron los gritos, los reclamos y los empujones de damnificados desesperados.
Nahle se vio rebasada en todos los frentes, por el agua, por la presidenta y por la opinión pública.
La escena contrasta con el viejo estilo de López Obrador, quien en su momento evitó acercarse a los damnificados de Tabasco o Acapulco. “No me mojo para la foto”, dijo alguna vez. Sheinbaum, en cambio, se mojó —y de paso, dejó empapados a sus gobernadores morenistas— para mostrar que el estilo de gobierno cambió.
Lo cierto es que el desastre de Veracruz deja una lección que huele a advertencia política, los tiempos del acarreo y del control de masas ya no garantizan respaldo social. Hoy la gente exige presencia y resultados.
Y mientras en Poza Rica los estudiantes convocan marchas con el lema “Nuestros compañeros no son un número más”, en Xalapa, Orizaba y Coatzacoalcos el malestar crece. La furia del agua, al final, solo reveló lo que ya se sabía, que Veracruz está bajo el agua… pero el gobierno, bajo el descrédito.
Mientras en San Lázaro se discute el paquete económico del próximo año —con el aumento al IEPS para bebidas azucaradas y energizantes ya en la bolsa—, en paralelo avanza otro golpe de mayor calado: la reforma a la Ley de Amparo.
La presidenta Claudia Sheinbaum defendió el incremento al impuesto especial asegurando que “las preocupaciones de los empresarios no tienen sustento” y que la medida busca mejorar la salud pública.
El argumento suena bien… hasta que se revisa el trasfondo: un aumento fiscal que puede hundir a un millón de misceláneas y comercios familiares.
El impuesto irá directo al consumidor —como siempre—, y aunque el discurso oficial lo vista de “saludable”, el golpe será recesivo y regresivo. Pero, en la práctica, no se trata solo de recaudar más, sino de reafirmar el control del Estado sobre el mercado. Y mientras Hacienda aprieta el bolsillo, el Ejecutivo aprieta las instituciones.
Esta semana se consumó una revancha que Andrés Manuel López Obrador esperó durante dos décadas.
Aquella historia comenzó en 2005, cuando el entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal fue desaforado por desacatar un amparo en el caso del predio “El Encino”. Aquella herida política —que él convirtió en cruzada— marcó su relación con el Poder Judicial. Desde entonces, el amparo se volvió para López Obrador un símbolo de la “injusticia legal”, del “bloqueo conservador” que lo frenaba.
El rencor se volvió estrategia. Y la estrategia, proyecto de Estado. En 2017, desde su casa de campaña en la Roma —propiedad de Manuel Bartlett, hoy zar eléctrico—, López Obrador delineó su plan ante su círculo íntimo: “La Presidencia está asegurada. Ahora hay que ganar el Congreso y acabar con el enclave de la derecha: la Corte, los tribunales, los jueces. Sin el amparo, todo el poder será nuestro.”
Esa frase no fue metáfora. Fue una hoja de ruta.
No bastaba con ganar la Presidencia en 2018. Hacía falta el Congreso. Y cuando en febrero de 2024 presentó su paquete de reformas constitucionales, incluyó la joya de la corona, reformar la Ley de Amparo para limitar la capacidad de los jueces de suspender actos de autoridad.
El mensaje era claro: ni los jueces, ni los ciudadanos, ni las empresas podrán frenar decisiones del gobierno, aunque sean inconstitucionales.
Hoy, con la nueva composición legislativa —gracias a la generosidad del INE de Guadalupe Taddei y del Tribunal Electoral de Mónica Soto— Morena presume una “mayoría constitucional” que le permite imponer su agenda sin resistencia.
El viejo López Obrador, aquel del “no me salgan con que la ley es la ley”, finalmente puede decir “Misión cumplida, jefe mío.”
La reforma no solo borra la esencia del juicio de amparo, deja al ciudadano indefenso ante el poder. Ya no habrá juez que suspenda un acto arbitrario ni tribunal que detenga un abuso administrativo. El equilibrio entre poderes, esa piedra angular del Estado de Derecho se convierte en ornamento.
Y mientras tanto, el gobierno presume sensibilidad fiscal y justicia social. Pero detrás del aumento al refresco y la reforma al amparo, lo que realmente sube —y no baja— es el precio de la libertad.
Esta semana, la Cuarta Transformación avanza dos piezas clave de su nuevo rompecabezas de poder: la modificación al Código Fiscal y la sustitución del Instituto Federal de Telecomunicaciones por una Comisión dócil, con rostro de modernidad y alma de control.
En apariencia, son reformas técnicas. En el fondo, representan un cambio de régimen, del Estado fiscal al Estado vigilante.
En San Lázaro, la mayoría oficialista se dispone a aprobar el nuevo artículo 30-B del Código Fiscal de la Federación, que obligará a las plataformas digitales —comercio electrónico, servicios, entretenimiento, aplicaciones— a dar acceso en tiempo real a toda su información de operaciones.
El pretexto es supervisar el comercio digital y aumentar la recaudación. Pero el trasfondo es otro: la captura total de los datos personales y financieros de los usuarios.
Lo preocupante es que, tras la desaparición del INAI, el resguardo de esa información recaerá en el mismo gobierno que quiere tenerla. El vigilante será el mismo que abre la caja de datos.
Así, la Agencia de Transformación Digital, encabezada por José Antonio “Pepe” Merino, y el SAT de Antonio Martínez, podrán cruzar bases de datos sin supervisión independiente. Una red de vigilancia perfectamente legalizada.
En el Senado, el segundo movimiento. Con los votos de Morena y sus satélites, se consumó la creación de la Comisión Reguladora de Telecomunicaciones (CRT), heredera directa del extinto IFT. Un órgano que, en teoría, “garantizará la inclusión digital, la cobertura universal y la transparencia”.
La palabra clave es la última: transparencia.
Porque será esta Comisión la encargada de decidir qué información es cierta o falsa, qué contenido “pone en riesgo” a los usuarios y qué transmisión debe suspenderse.
Es decir: el gobierno se reserva el derecho de interpretar la verdad.
Los nuevos comisionados —Ledénika Mackensie, Mercedes Olivares, Adán Salazar, Tania Villa y Norma Solano— tienen algo en común, cuatro de ellos fueron subordinados directos de Pepe Merino. El zorro cuidando el gallinero digital.
El PAN, el PRI y Movimiento Ciudadano advirtieron que esa subordinación anula cualquier independencia, pero fueron arrollados por la aplanadora legislativa. La senadora Karla Toledo Zamora lo resumió con precisión: “México camina en reversa hacia la modernización digital y el fortalecimiento de la democracia.”
A su vez, Alejandra Barrales fue más directa: “La CRT no regulará. Vigilará.”
Nada importó. Los nuevos comisionados tendrán la facultad de suspender transmisiones en vivo si el contenido no es de su agrado. Del agrado del gobierno, claro.
Así, en una sola semana, el oficialismo ha construido dos pilares de un Estado que mira, registra y juzga en silencio, uno fiscaliza los movimientos del ciudadano; el otro filtra lo que ve, escucha y dice.
Todo, en nombre de la “transformación digital”. Pero, en realidad, se trata de la digitalización del control. Un país donde el SAT te sigue, el INAI ya no te protege y la CRT puede silenciarte.
La transparencia, sí. Pero solo la del ciudadano hacia el poder. Nunca al revés.
En medio de la centralización del poder que impulsa la Cuarta Transformación, Coahuila se mantiene como una rareza política: un estado con rumbo, equilibrio y control. Y ese mérito —que no es poca cosa en estos tiempos— tiene nombre propio: Manolo Jiménez Salinas.
El gobernador coahuilense llega a su segundo informe con un saldo que combina estabilidad, inversión y gobernabilidad, tres palabras que en la política nacional parecen en vías de extinción. Manolo ha entendido que el poder no se grita, se construye. Que la legitimidad no se impone desde el discurso, sino desde los resultados.
Su administración ha logrado mantener a Coahuila como un punto de referencia en seguridad, finanzas ordenadas y desarrollo económico sostenido, incluso en un contexto federal hostil a los contrapesos. La clave ha sido su modelo de trabajo: coordinación institucional, cercanía con los municipios y diálogo con los sectores productivos.
En lugar de pleitos, resultados. En lugar de centralismo, eficacia.
Manolo Jiménez Salinas representa una generación de políticos que entienden que la gestión también es estrategia. Su estilo —discreto, técnico, sin estridencias— contrasta con la lógica de polarización que domina la escena nacional. Mientras otros gobiernan con micrófono, Manolo gobierna con método.
Su discurso no busca titulares, busca continuidad. Y en ese sentido, el segundo informe que presentará en noviembre marcará el cierre de un primer ciclo de consolidación administrativa y el arranque de una etapa más abiertamente política. Coahuila proyectará una imagen de orden justo cuando el país luce extraviado entre improvisaciones.
Torreón: la pieza clave…
En esa ecuación, Torreón es el centro de gravedad del proyecto político de Manolo.
No solo por ser el motor económico y social de la entidad, sino porque ahí se refleja el modelo de gobernabilidad que ha logrado imponer: una ciudad con rumbo, donde las diferencias políticas se administran y los conflictos se resuelven antes de escalar.
Manolo ha tejido control territorial sin autoritarismo; presencia política sin estridencia. Sabe que quien gobierna Torreón gobierna el discurso del norte, y quien gobierna el norte, incide en el equilibrio del país.
En tiempos donde los gobiernos locales pierden brújula, Coahuila mantiene el timón firme. Y en medio del ruido nacional, Manolo Jiménez se ha convertido en lo que pocos logran ser hoy en México: un gobernador con poder real, narrativa propia y gobernabilidad efectiva.
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