La mejor columna política de La Laguna, por SinCensura®.
Las imágenes hablan por sí solas: Alejandro Moreno, “Alito”, dirigente nacional del PRI, se levantó de su curul y encaró al morenista Gerardo Fernández Noroña al término de la sesión en el Senado, en lo que debía ser un mero trámite administrativo. El himno nacional acababa de sonar cuando el priista empujó, lanzó manotazos y terminó por provocar un zafarrancho que rápidamente recorrió medios, redes y pasillos políticos. No se trató solo de una disputa personal ni de un mal entendido, sino de un episodio que sintetiza la polarización y el deterioro de la vida parlamentaria mexicana.
El saldo fue lamentable. Un camarógrafo terminó lesionado y debió portar collarín, las acusaciones cruzadas se desataron y el propio Fernández Noroña anunció de inmediato que presentaría denuncias penales por lesiones, amenazas de muerte y daños a terceros. El Ministerio Público acudió al recinto legislativo a tomar la declaración, lo que dio pie a señalamientos de “justicia a domicilio” y abrió la puerta a un escenario político mucho más complejo: la judicialización de un pleito parlamentario en vísperas de un reacomodo mayor en el Poder Judicial.
El enfrentamiento de ayer tiene raíces más profundas. No es la primera vez que “Alito” Moreno y Fernández Noroña chocan. El campechano ha sido el único opositor que ha decidido confrontarlo de manera directa durante la legislatura, y lo ha hecho en reiteradas ocasiones cuando el morenista niega la palabra o descalifica con insultos desde la presidencia. El detonante inmediato fue la decisión de Noroña de dar por terminada la sesión de la Comisión Permanente sin respetar un acuerdo que permitía una última intervención a cada bancada. Morena sabía que PRI y PAN aprovecharían para insistir en las declaraciones de Ismael “El Mayo” Zambada sobre la colusión entre narco y políticos, y prefirió cerrar los micrófonos. La oposición estalló, el priista perdió el control y el episodio derivó en lo que todos vieron.
No es casualidad que Fernández Noroña llegara ya desgastado a esta confrontación. En días recientes fue exhibido por la compra de una propiedad de alrededor de 12 millones de pesos en Tepoztlán y una camioneta de lujo que difícilmente empatan con el discurso de austeridad que se exige a todos, salvo a los intocables del oficialismo. Su respuesta fue provocadora: “Yo no tengo ninguna obligación personal de ser austero”. Además, horas antes había insultado a Ciro Gómez Leyva en una entrevista radiofónica, al que llamó “centavero” y a quien acusó de tener como vecino a Manlio Fabio Beltrones, como si ello constituyera un delito. También ventiló el domicilio particular de la periodista Azucena Uresti en redes sociales, un acto irresponsable que puso en riesgo su seguridad. La acumulación de polémicas creó el ambiente perfecto para que la bomba estallara.
Pero el episodio trasciende la anécdota. El zafarrancho podría convertirse en el argumento perfecto para acelerar el juicio de desafuero que pesa contra “Alito” Moreno, cuya acusación por presuntos desvíos de recursos ya se encuentra en la Sección Instructora. Morena y sus aliados tienen la mayoría para empujar el proceso y convertirlo en ejemplo de “cero impunidad”. El problema es que el discurso choca con la realidad: Cuauhtémoc Blanco y Pío López Obrador, con acusaciones serias en su contra, gozan de libertad plena y de un manto protector que nunca alcanza a los opositores.
El contexto político hace todavía más delicada la coyuntura. El próximo primero de septiembre entrará en funciones el reformado Poder Judicial, una de las grandes apuestas del presidente López Obrador y de su sucesora Claudia Sheinbaum. El rediseño institucional ha sido presentado como un esfuerzo por democratizar la justicia, pero sus críticos advierten que se trata en realidad de un mecanismo para controlar tribunales y asegurar que los grandes procesos se resuelvan en línea con los intereses del gobierno. El hecho de que el Ministerio Público acudiera de inmediato al Senado para levantar la denuncia contra “Alito” fue interpretado como una señal de lo que viene: un aparato de justicia presto a responder a la coyuntura política.
En ese marco, el pleito puede marcar el inicio de una nueva etapa, la de la judicialización sistemática de los opositores. Si “Alito” es desaforado y llevado a proceso, se abriría la puerta para que otros críticos sigan el mismo camino. Lilly Téllez, por ejemplo, ya está bajo la mira por haber invocado ayuda estadounidense para combatir al crimen organizado y por llamar “narcogobierno” a México. La propia Sheinbaum dijo hace unos días que no se actuaría contra ella, pero la tentación de pasar del discurso a los hechos está ahí, sobre todo con el precedente de que los adversarios pueden ser encarcelados sin que se cuestione la narrativa oficial.
Lo paradójico es que, mientras se repiten frases sobre un país sin impunidad, los hechos exhiben una justicia selectiva. El discurso de Palacio Nacional se convierte en boomerang cada vez que un caso incómodo es archivado o cuando se hacen malabares legales para salvar a los cercanos. Frente a ello, el contraste se vuelve evidente, dureza y expedientes para los opositores, complacencia para los aliados.
El episodio también desnuda el deterioro de la vida parlamentaria. Si el Senado, espacio concebido para deliberar con altura, termina convertido en ring de boxeo, el mensaje que se manda a la ciudadanía es demoledor. El Legislativo pierde legitimidad como contrapeso, se erosiona la dignidad de los legisladores y se consolida la idea de que la política se reduce al espectáculo y la confrontación. No es casual que, tras los golpes, las redes sociales se volcaran a apoyar masivamente al “Team Alito”, como si se tratara de un partido de futbol o de un reality show. La tribalización digital valida la violencia y convierte la política en entretenimiento, cuando debería ser el espacio de la razón y el debate.
Lo ocurrido ayer en el Senado es un síntoma de un mal mayor: la polarización y la ausencia de diálogo real. Todo se habría evitado con un mínimo de apertura de Morena hacia la oposición, no por convicción democrática sino por simple civilidad. Pero la soberbia ha sido la norma en las Mesas Directivas y la urgencia por aplastar al contrario pesa más que la búsqueda de consensos. El costo es alto, un país que transita hacia un modelo donde la justicia se usa como arma política, donde el Legislativo pierde su esencia y donde la crispación es la regla.
El primero de septiembre marcará un antes y un después con la entrada en funciones del nuevo Poder Judicial. La pregunta es si lo hará para garantizar equilibrios o para profundizar la persecución. El zafarrancho entre “Alito” y Noroña no es un hecho aislado: es la antesala de la prueba más grande que enfrentará la democracia mexicana en los próximos años.
Después del incendio legislativo en el Senado, el tablero político se traslada a Torreón, donde se desata una jugada de Estado que parece salida de manual de vieja escuela. Si aquel zafarrancho simbolizó la crisis del diálogo en el Congreso, este movimiento en el Ayuntamiento de Torreón exhibe cómo el poder se reconfigura sin aspavientos, pero con precisión quirúrgica.
Este lunes, Román Alberto Cepeda anunció, una serie de nombramientos entre los que destaca Eduardo Olmos Castro como próximo Secretario del Ayuntamiento, Junto con él, Javier Lechuga Jiménez iría a la Tesorería y se prepara la llegada del extesorero Óscar Luján a la Contraloría; todos ellos fueron ratificados en Cabildo este viernes 29 de agosto.
En un giro digno de quedar registrado por quienes leen entre líneas: Olmos, actor clave en la política lagunera, vuelve al epicentro del poder municipal.
Eduardo Olmos no llega como experto técnico del gabinete, llega como polo de autoridad escondido bajo la etiqueta institucional. Sus antecedentes como alcalde, diputado y operador político le dan solvencia. Desde la Secretaría del Ayuntamiento, podrá construir redes con el Estado, dar cauce a intereses corporativos y manejar la agenda local.
La coyuntura no podría ser más adecuada: Torreón vive una recomposición política donde el PRI estatal y municipal empiezan a empujar un nuevo orden que requiere silencio y apariencias.
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