Yo si pensaba que los chicles motita de plátano, eran de plátano.
Jorge F. Hernández,
autor de “Alicia nunca miente”.
Desde hace mucho tiempo la industria mal llamada “de los alimentos” se apropió de nuestro paladar. Lo hizo con ayuda de la ciencia, no solo de la química (responsable de inventar sabores artificiales más “sabrosos” que los naturales), sino de las ciencias sociales o del comportamiento, aparte de la biología, la medicina y un largo etcétera. Gracias a esas y otras disciplinas, la industria de referencia sabe más de nuestros gustos que nosotros mismos. Es más, sabe engañar a nuestro paladar de tal manera que implanta en él sabores que no se encuentran en la naturaleza. Lo sabe porque conoce las vulnerabilidades de nuestro cerebro que, durante milenios, aprendió a interactuar con una naturaleza cambiante que cambió, también, a ese órgano que le da hospedaje a nuestra mente.
El sabor es determinante en la elección de los alimentos y, por lo tanto, en la creación de los hábitos alimenticios, los que no siempre son tan saludables como podría esperarse. Un sabor agradable habitualmente se acompaña de un aroma agradable, por eso el olfato refuerza la atracción que hacia un determinado alimento ya generó el sentido de la vista. Algo que visualmente se nos antoja, una fruta, por ejemplo, nos invita a ser tocada, olfateada y, eventualmente a ser ingerida. Sin embargo, la calidad nutricional de lo que ingerimos no siempre se corresponde con lo aromático o sabroso.
El sabor influye en las emociones y estas, a su vez, juegan un gran papel en la construcción de las relaciones sociales. Piénsese, por ejemplo, en esa constelación de relaciones afectivas que suelen caracterizar al núcleo familiar, espacio donde se desarrollan las primeras y más influyentes experiencias de vida como la comensalidad, esa forma de compartir platillos y vivencias alrededor de la mesa familiar donde se alimenta al cuerpo con nutrientes naturales y a la mente con ideas, imágenes, conceptos y valores con los que se construye una forma de percibir el mundo.
¿Quién no suspira cuando, de repente, se percibe un aroma que recuerda la sopa que preparaba la abuela, o el guisado favorito de mamá? Por eso hay platillos que saben a familia, porque hacen referencia a sabores que generan suspiros, que recuerdan al terruño cuando se vuelve uno migrante. Pero también suelen recordarnos circunstancias económicas, a veces superadas como cuando nuestra alimentación era tan pobre como el barrio que habitábamos. En otras ocasiones nos recuerdan que seguimos compartiendo eso que Bourdieu llama “vecindad social”, o sea, que seguimos ocupando el mismo espacio en la estructura social.
Así, el gusto, se va formando según nuestra adscripción a un determinado sector social al tiempo que nos va formando para hacer de la necesidad virtud. Los sentidos nos van auxiliando en la construcción del sentido, es decir, del significado social de los alimentos que, como la vestimenta, hablan del lugar social de nuestro origen. Nuestro paladar habla de lo que somos o, por lo menos, de lo que fuimos. Se expresa en una cultura gastronómica que, aunque adopta nuevos sabores, conserva aquellos que le dan sentido de pertenencia a nuestra vida en relación con algún lugar geográfico y un determinado espacio social.
Por eso se dice que somos lo que comemos, porque los alimentos moldean nuestra corporalidad, pero también son expresión de la estructura social de la que formamos parte y, por lo tanto, de nuestra manera de percibir, representar y saborear el mundo.