Hay quien afirma que la cultura popular expresada en los corridos tumbados tiene todas las posibilidades de convertirse en la nueva música clásica y, seguramente, tiene razón. Con todo y que los dueños del entretenimiento se enriquecen a diario con estas expresiones musicales, la verdad es que quienes la consumen son, también, los que la producen, los que le dan sentido a sus letras, los que aportan con sus vivencias la carne que cubre el esqueleto de esas narrativas.
A final de cuentas, en los barrios pobres, por ejemplo, en los de Torreón, vimos a los niños de hace poco más de quince años crecer en ambientes tan violentos que deberíamos preguntarnos ¿qué tipo de jóvenes son ahora? ¿Qué sueñan quienes tienen alrededor de veinte años y que aprendieron en el kínder la importancia de la expresión “pecho a tierra”? O los niños que ya cursaban la primaria y que atestiguaron como, a la salida de la escuela, un comando armado se llevaba a algún compañerito para luego no saber más de él.
Muchos de nuestros jóvenes torreonenses son tránsfugas del poniente de la ciudad que fue tomado a sangre y fuego por las pandillas de narcotráfico y, por tanto, llevan marcada el alma por las balaceras que arrebataron la vida a parientes y amiguitos. Abandonaron la casa para conservar la vida, aunque para entonces, muchos de ellos ya habían pagado su cuota de miedo e, incluso, de sangre.
Ahí, en esos barrios como en el resto de la ciudad, la didáctica del crimen organizado enseñó que, para sobrevivir, vale más formar parte de los ganadores que de los perdedores, aunque los primeros prescindieran de los principios que enseñan en la escuela para vivir en sociedad. Los niños aprendieron que había más futuro (quizá más corto, pero más promisorio) en una narcovida que en el respeto a la ley. Por eso cuando se les preguntaba sobre lo que querían hacer cuando crecieran, solían contestar: sicario. Cada vez menos soñaban con ser médicos, o ingenieros, mucho menos policías. Habían descubierto que el poder estaba al margen de la legalidad, no dentro y el poder incluía la posibilidad de sobrevivir y poseer lo que no se podría obtener como asalariado.
Esos son los jóvenes que hoy son los principales consumidores de los narcocorridos, esos que cada vez más municipios prohíben que se canten en sus ferias patronales. Ni falta que hace la autorización, si se prohíbe a los cantantes interpretarlos, estos arman un masivo karaoke y con eso burlan la prohibición. Ese tipo de música se corresponde con una etapa en la vida de nuestra nación, un momento en el que ya no se necesita promocionar a ese tipo de cantantes porque ya hay un intérprete en cada uno de sus oyentes.
Esa música ya se adueñó de las estaciones de radio, de los programas televisivos musicales, del cine y, sobre todo, de las plataformas que es de donde satisfacen los jóvenes su apetencia por una narrativa de triunfos, de algo diferente a la vida que a diario se vive y en la que siempre les toca aportar libertad, sangre y vida.
Si la música que habla de violencia se nutre de una vida social violenta, entonces lo que hay que cambiar es esa vida que agrede desde que no obtienes un ingreso digno para mantener una familia, o cuando te dicen que hay que luchar por un lugar en la escuela, en el trabajo, en una clínica para que tu hijo reciba atención médica. Eso es lo que hay que cambiar.