Hasta donde alcanza la mirada, lo único que se contempla es la vastedad del campo abierto. La tranquilidad que se percibe en este lugar, esa quietud que solo interrumpe el viento al soplar, contrasta completamente con los días aciagos en que el desierto se convirtió en un infierno, como han dejado vestigio los miles de restos humanos localizados en este lugar.
En esta pequeña comunidad, ejido perteneciente al municipio de San Pedro de las Colonias, se vivieron noches y días de terror, cuando la delincuencia organizada imponía su ley y convirtió al ejido Patrocinio en el cementerio clandestino más grande de América Latina, lugar donde fueron torturadas y luego asesinadas miles de personas; lo mismo hombres que mujeres y niños.
Sin Censura recorrió los vestigios de lo que no puede catalogarse más que como un campo de exterminio, donde paso a paso es posible encontrar los rastros de las horripilantes historias que aquí se vivieron: jirones de ropa, zapatos, incluso, restos óseos que nadie se tomó el tiempo de recuperar y sepultar, lo más probable, es que nadie, nunca, sepa a quién o quiénes pertenecieron en vida.
Todavía, es posible encontrarse con la cinta con la que se delimitaron las zonas donde se encontraron huesos, y todavía están en su lugar las bases de madera donde eran colocados los tanques de 200 litros que fueron implementados como incineradores donde cuerpos desmembrados eran cubiertos con combustible y se les prendía fuego hasta que no quedaban más que huesos, que luego fueron esparcidos a lo largo de miles de hectáreas. Cientos y cientos de cuerpos fueron quemados hasta las cenizas, miles de personas, vivieron sus últimos días en este lugar, testigo mudo de la inenarrable tragedia.
A nuestro paso por el accidentado camino de terracería, nos topamos con los hombres que aquí habitan, curtidos en el trabajo del campo, con la piel tostada al sol y los años a cuestas, con quienes nos detuvimos a conversar, pero en cuánto tocas el tema, te miran con desconfianza, agachan la cabeza y dudan en contestar, dicen no saber nada, pero poco a poco van relatando lo que pasó en aquello días de terror, cuando las camionetas pasaban llenas de personas a cualquier hora del día, ante la mirada complaciente de las autoridades.
Don Pablo, sobre su caballo mientras va arreando sus chivas, nos cuenta que ha vivido aquí toda su vida, pero cuándo le preguntamos sobre aquellos días, dice que él nunca vio ni escuchó nada, para luego agregar: “son cosas que uno no quiere ni acordarse”. Casi susurrando, cuenta que las camionetas pasaban a “cualquier hora, sin esconderse de nadie, hacían lo que querían y nadie les decía nada. Uno andaba allá en el monte, dicen que ahí estaban los tambos, pero le sacaba uno la vuelta y se regresaba temprano a la casa”.
Afirma que nunca pensó en irse de Patrocinio, que nunca lo molestaron ni se metieron con él ni su familia, y que era un secreto a voces la macabra labor que llevaban a cabo en estas tierras regadas con el llanto, la sangre y el dolor de los que aquí perecieron.
Más tarde, nos topamos con don Mario, otro hombre de campo, que pierde la tranquilidad de forma inmediata en cuanto le decimos de qué queremos platicar con él, y aunque accede, también afirma nunca haber visto ni escuchado nada, para luego decir: “nomás veía dos niños, un niño y una niña, que se me aparecían en el monte, andaban penando; les puse veladoras muchos días seguidos y me dejaron en paz. Hay mucho dolor, mucha tristeza en este lugar”.
Todavía no se sabe, a ciencia cierta, cuántas personas fueron ultimadas en estas tierras. Las labores de búsqueda no han terminado; decenas de madres, padres, hermanos y hermanas, esposos y esposas regresan a la inmensidad del desierto y con pico y pala buscan entre la tierra por sus seres queridos en esta inmensa tumba colectiva. Caminando entre mezquites, nos encontramos con un pequeño altar colocado recientemente, muy seguramente para conmemorar el Día de muertos. Se trata de una ofrenda perdida entre la maleza, sin fotos ni destinatario, anónimo, igual que permanecen miles de hombres, mujeres y niños cuyos restos yacen en este lugar, pero colocado con fe, la inquebrantable fe de que los suyos finalmente estén descansando en paz, la fe de tal vez por fin encontrarlos y llevarlos a casa, aunque sea en los huesos, la fe de que lugares como Patrocinio no se repitan nunca más; este lugar, donde el desierto se convirtió en un infierno.